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Columna
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No se lo crea

A un columnista no debería sorprenderle mucho que no le saluden por la calle. Siempre cabe la posibilidad de que la negación del saludo se deba a algún desacuerdo sobre tal o cual artículo que sentó mal. En el caso de no ser saludado, opción totalmente legítima por parte del soliviantado lector, al columnista no le sirve de nada hacer un examen de conciencia, porque lo escrito, escrito está, y decide que la negación de saludo es un mal menor comparado al insulto o al botellazo en la cabeza, que es algo más serio. Aún así, el columnista sabe que no se puede contentar a todo el mundo, y que una opinión ha sido leída con gafas de todos los colores, así que poco puede hacer para que todo el mundo sea feliz.

En este aspecto, algunos piensan que cualquier inflagaitas podría escribir una columna, con tal de que sepa redactar correctamente y se atreva a llenar cincuenta líneas con su opinión. Todas las columnas podrían comenzar así: 'En mi opinión...', y continuar con un ejercicio de yoísmo en un artículo masturbatorio de clímax literario, para llegar a la conclusión, como dijo el gran filósofo, de que no se sabe nada. Cuando uno intenta analizar una noticia se da cuenta de que la información es una especie de fondo reservado, y que los propios columnistas podemos caer en la trampa, y dejarnos engañar como pobres ingenuos, y confundir a otros muchos a nuestra vez. La pregunta es si una mentira, de esas que todos hemos dicho alguna vez, puede hacer algún bien. Era Montaigne el que decía: 'El bien público requiere que se traicione, que se mienta y que se masacre'.

Un ejemplo ilustrativo es que Bush supiese de un inminente atentado antes del 11-S. Como muestran las últimas noticias sobre todo lo relacionado con el 11-S, la desinformación parece ser el alpiste de los pollos. Probablemente, Montaigne tenía razón: nunca podremos tener la plena certeza de que nos están diciendo toda la verdad. Entonces, ¿para qué escribir una columna? Pues muy sencillo: con el solo objetivo de que alguien deje de saludarte por la calle. Ingrato oficio el de columnista, que a veces es una herramienta de la mentira. Hacerte tragar mentiras es peor que cualquier carencia de libertades. En las autopistas de la información, por lo visto, también hay arcenes donde se quedan noticias, como coches accidentados. Precisamente ahora que más la necesitamos, la información nos apuñala por la espalda. Y lo peor no es que existan mentiras comprensibles, sino verdades incomprensibles.

Ante tamaño desconcierto, he llegado a la conclusión de que no tengo ni puta idea de lo que pasa en el mundo a pesar de que me devore dos o tres periódicos, vea todos los telediarios y escuche los noticiarios de la radio. A veces todo eso no sirve para nada. Ya lo sé, es triste que un columnista confiese que ya no está seguro de las razones de ninguna guerra, grande o pequeña, y que se tenga que remitir a la perspectiva que da el paso del tiempo, porque parece que la actualidad solo es verdad cuando se convierte en historia, y a veces ni siquiera eso. Lo único que se me ocurre denunciar desde esta columna es que, ante los últimos sucesos, no me considero muy capaz de distinguir entre la verdad y la mentira, y eso me resulta preocupante. La mentira se ha globalizado. Vivimos cerca de la alucinación informativa. En un mundo donde, por ejemplo, los misiles se convierten en aviones y viceversa, la noticia más objetiva es que la ciencia genética ha inventado -¡por fin!- los pollos sin plumas.

Así que lo dejo bien claro: hace usted bien en no prestar crédito a esta columna. Si lo hiciese, correría el riesgo de contagiarse el descreimiento. Así que no se la crea. Me arriesgo a aventurar que el mundo funciona por medio de un engranaje secreto cuyo funcionamiento a mí me está vedado, y que me engañan como a uno más. A mister Bush, y a otros muchos como él, habría que escribirles un epitafio político: '¿Dijiste media verdad? Dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad'.

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