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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un respeto

La imagen sufriente del anciano Juan Pablo II en su viaje de estos días a Azerbaiyán y Bulgaria, incapaz de andar y leer sus discursos, les puede parecer heroica a algunos prelados, pero resulta humanamente penosa para cualquier persona corriente y provoca cierta indignación contra quienes someten al Papa a ese calvario o al menos no hacen nada por evitarlo. Pocas personas tolerarían ver sometido a un familiar anciano al esfuerzo sobrehumano, que no sobrenatural, de un viaje de miles de kilómetros con obligados protocolos, audiencias, discursos y ceremonias.

Mal parece que el Papa sea el único de la jerarquía católica excluido de las normas de retiro y jubilación que desde hace casi tres décadas obligan sin excusa a sacerdotes, obispos y cardenales a partir de los 75 años, y peor el que nadie de los que organizan su agenda le ilustren sobre la conveniencia, para su maltrecha salud y posiblemente para el buen gobierno de la Iglesia católica, de una renuncia al cargo. Pero aún resulta más increíble que, en esas condiciones de incapacidad y sufrimiento, el Gobierno -la curia- de la Santa Sede embarque a Juan Pablo II en viajes agotadores y en situaciones degradantes como esta patética exposición pública de su invalidez y su dolor.

Es posible que el Romano Pontífice, que disfruta de 'potestad suprema, plena, inmediata y universal' sobre toda la Iglesia, no disponga ya de capacidad suficiente para darse cuenta él mismo de la situación y de aplicarse en su beneficio lo previsto en el canon 332 del código de Derecho Canónico. Una renuncia papal, para que sea válida, debe ser libre, y también debe manifestarse 'formalmente'. En cambio, no necesita que sea aceptada -o reclamada- 'por nadie'. Rodeado de cardenales en su mayoría ya ancianos -los dos más poderosos en la curia, Sodano y Ratzinger, secretario de Estado y presidente del ex Santo Oficio, respectivamente, cumplen ahora 75 años- y acompañado por un equipo incondicional después de más de dos décadas de pontificado, Juan Pablo II ha leído recientemente discursos en los que dice que no piensa retirarse y que incluso tiene ya decididos nuevos viajes, incluso más largos y agotadores.

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No añadirán nada nuevo a la prolongada y notable -también polémica- tarea de este pontífice, ni aumentarán su prestigio. Tampoco rectificarán entre los ciudadanos las viejas teorías sobre el elogio y el respeto debido a la vejez, a las que, en apoyo del Papa pero también de su posible retirada, aludió semanas atrás el cardenal hondureño Rodríguez Maradiaga. La vejez, en efecto, pierde en fuerza y vitalidad lo que gana en autoridad, reflexión y buen juicio. Lo proclamó ya un romano sabio y poderoso en tiempos en que aún no había sido fundada la Iglesia que gobierna este anciano polaco. Pero aquella sociedad a la que se dirigía Cicerón nada tiene que ver con la actual. Ni tampoco la idea de un Papa empeñado u obligado a vivir en el Vaticano hasta la muerte, trabajando o viajando en situaciones que, si afectaran a otra persona, darían paso a críticas por maltrato e inhumanidad.

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