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Columna
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Consumidores

En la modernidad nos reconocemos, sobre todo, como consumidores. La de consumidor es la denominación más ajustada que puede recibir el pueblo llano. Tras muchas vueltas históricas, el sustrato popular de las sociedades desarrolladas ha alcanzado por fin su lugar en el mundo: el consumo.

El consumo es la función que ha reservado para la mayoría de la población la sociedad postindustrial. La palabra consumidor, por otra parte, aparece recubierta de un digno sentido, pero eso tampoco puede sorprendernos. Hasta que la inmensa mayoría se dio de baja del marxismo, llamarse trabajador era un título de gloria. Mucho nos tememos que ahora ser trabajador, salvo en reducidísimos entornos sindicales, sólo significa reducida cualificación profesional.

Ahora el pueblo llano no está formado ni por campesinos ni por obreros. El pueblo llano está formado por consumidores. Somos consumidores en tanto en cuanto adquirimos indiscriminadamente toda clase de bienes. Si antes lo característico del pueblo era ser trabajador por cuenta ajena, ahora lo característico es ser consumidor por cuenta del supermercado. La evolución tiene su lógica. Vivimos en un mundo donde la oferta de bienes y servicios resulta abrumadora. Si el siglo XIX prosperó a partir de grandes concentraciones de capital, mediante el impulso simultáneo de enormes energías productivas, el siglo XXI se abre con un evidente corrimiento del núcleo económico del ámbito de la producción al del consumo. Ello obliga a desplazar en la misma dirección a todas las gentes ajenas a los centros de decisión, control y beneficio: ya no es importante que trabajemos (en muchos casos ni siquiera es posible que lo hagamos), ahora lo importante es consumir.

La última estación de este profundo cambio reside en el mundo del espectáculo. Además de freidoras, matacucarachas, bonos de metro y cremas hidratantes, también consumimos productos, por llamarlos de algún modo, culturales. Durante cierto tiempo se creó una especial categoría profesional dirigida a satisfacer esa necesidad. Pero ahora el empresariado audiovisual ha descubierto una nueva forma de ahorrar costos: la integración del pueblo, como tal, en el mismo espectáculo que ansía consumir. Ahora el pueblo protagoniza el espectáculo que permanentemente reclama; el pueblo se devora a sí mismo; los consumidores se consumen a sí mismos.

Gracias a ello, los proveedores de ocio encuentran una excelente oportunidad para reducir costos y maximizar el beneficio. Ya no hace falta generar una aristocracia de la fama. El pueblo se consume a sí mismo con gran voracidad, con óptima economía de recursos. La tele fabrica cantantes, actores, niños prodigio o freaks a base de explotar la inacabable cantera de voluntarios que proporciona el pueblo mismo. Se suceden los programas testimonio en que ancianas que antes iban a misa relatan ahora sus fantasías sexuales, o en que los quinceañeros describen sus costumbres, presuntamente interesantes, mediante estrictos monosílabos extraídos con sacacorchos por las voluntariosas presentadoras de los magazines de media tarde. Desprovisto al fin de cualquier forma de pudor (el único atributo de dignidad que aún no le habían arrebatado) el pueblo se representa a sí mismo en sus miserias, en sus grandezas, en la exhaustiva exposición de sus avatares biográficos, de sus anécdotas domésticas, de sus manías, sus neurosis y sus costumbres comunes o extravagantes.

El pueblo consumidor provee de material inagotable al mundo del espectáculo, del mismo modo que los pollos de granja se alimentan de sus propias heces para engordar rápidamente, en un proceso de prodigiosa autonomía funcional. Decenas de miles de jóvenes aspiran ahora a ser cantantes, actores, presentadores o modelos, o simplemente comparecen en un programa televisivo para describir como pasan el sábado con su novio, su novia o su cuadrilla.

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El pueblo, antes llamado proletariado, mucho antes llamado campesinado, se había convertido ya en masa consumidora. La jugada perfecta comienza a redondearse ahora, cuando ya ni siquiera consume bienes externos: le basta con consumirse a sí mismo.

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