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Tribuna:EL DEBATE SOBRE EL VALENCIANO
Tribuna
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Sobre el requisito y lo políticamente correcto

El autor sostiene que el requisito lingüístico va contra el espíritu de integración europea

A diferencia de Maties Segura, su respuesta a mi artículo sobre el requisito lingüístico para el acceso a la función pública docente (EL PAÍS 7/05/2002) no me ha sorprendido. Con todo, y puesto que lo ha hecho con mesura y se ha dignado atender directamente el tema de mi intervención, me va a permitir ahora que sea yo quien valore sus argumentos, al tiempo que aclaro algunos de los míos. Me parece que no será ocioso comenzar señalando que, pese a las discrepancias de fondo, mis críticos y yo podemos coincidir en algunas cosas. Por ejemplo, en la impresión que nos ha producido la surrealista actuación del Gobierno valenciano al negar la validez de los títulos de Filología Catalana para cumplir el requisito lingüístico, o la pirueta que le ha servido para dejar fuera del decreto a los funcionarios docentes consolidados, limitando con ello su alcance a los opositores nuevos (¡que no hubieran nacido tan tarde!). Asimismo imagino que estarán de acuerdo conmigo 'en la escasa voluntad de los gobiernos valencianos para sufragar en condiciones laborables aceptables los cursos de formación lingüística del profesorado', palabras que Maties Segura entresaca de un trabajo mío en el que me 'limitaba a describir' el estado de la cuestión sobre la educación bilingüe en la Comunidad Valenciana.

Ahora bien, es cierto que a partir de aquí vemos las cosas de manera diferente. Comienza su artículo con brío y rigor jurídico, acudiendo nada menos que a sentencias e interpretaciones que remiten en última instancia al Tribunal Constitucional (TC). Sin embargo, creo que Maties Segura juega con cierta ventaja al fundamentar la mayor parte de su razonamiento en una larga cita del profesor catalán Jaume Vernet, en un artículo publicado en la revista Llengua i Dret, editada por la Escola d'Administració Pública de la Generalitat de Cataluña. Dejando a salvo la profesionalidad de unos y otros y lo fundamentado de los argumentos, me parece que la glosa que se hace en ella de la sentencia 46/1991 del Tribunal Constitucional constituye una fuente de autoridad similar a la que podría tener, pongamos por caso, un informe de la Conferencia Episcopal acerca del carácter evaluable de la religión en la renacida controversia sobre este tema. Por otro lado, no es extraño que la argumentación se fundamente en esta cita y no en la propia sentencia del TC, ya que en la práctica éste se limitaba a reconocer el derecho de las comunidades autónomas a exigir un cierto nivel de competencia en la lengua autóctona, pero no obligaba a hacerlo efectivo de ninguna manera concreta, como no podía ser de otra manera. La prueba es que en relación con este tema hay diferencias notables no sólo entre unas comunidades autónomas y otras, sino también en el mismo interior de éstas entre unas y otras administraciones. Y es que aquí se halla, justamente, el quid de la cuestión, o al menos el que yo señalaba en mi escrito anterior y sobre el que quiero centrar el debate. No pretendo que el gobierno valenciano en la actualidad, u otros en el pasado, hayan actuado inconstitucionalmente, sino tan sólo que hay otras formas de obrar más respetuosas con ciertos principios fundamentales, recogidos también por la Constitución, como la libre circulación de personas.

La cuestión se concreta, pues, en lo siguiente: a) exigimos un nivel de valenciano determinado para el acceso a la función pública docente antes de que ésta se produzca; o b) arbitramos las medidas administrativas y jurídicas necesarias para que los funcionarios que aprueben las oposiciones tan sólo puedan consolidar su plaza si demuestran un determinado nivel de conocimientos en la lengua autóctona. Mis críticos parecen abogar por la primera opción, pero es significativo que no siempre lo hagan explícito. Se deduce del espíritu de sus palabras, pero pocas veces se hacen afirmaciones tajantes a este respecto, probablemente porque son conscientes de que su literalidad chirría con algunos derechos.

Pasemos ahora a considerar otro argumento que se esgrime en contra del reciclaje a posteriori del profesorado y en favor, por tanto, del requisito previo. Se dice que 'la entrada de nuevos funcionarios sin la idoneidad lingüística suficiente ha causado un grave perjuicio en el País Valenciano (sic), ya que ahora hay que organizar cursos para ellos, lo que encarecerá la formación y la actualización de los funcionarios, que mediante pruebas específicas previas se habría podido evitar'. Junto al deseo de que los funcionarios procedentes de otras comunidades no inunden el correo electrónico de mi compañero con vitriólicos comentarios como los que yo mismo he recibido estos días, creo que las afirmaciones contenidas en el párrafo anterior casan mal con lo que se espera de un responsable de política lingüística. Da la impresión de que su conciencia se quede tranquila cuando el opositor supera una simple prueba oral una semana antes de la oposición, o en el mejor de los casos, tras el visto bueno de la Junta Qualificadora de Coneixements de Valencià al examen correspondiente. Sorprende que ese nivel de exigencia se considere mejor que el obtenido a través de unos cursos de formación.

Ahora bien, confieso que la parte que más me cuesta digerir del razonamiento contrario es aquélla en la que se acude a derechos colectivos o territoriales para justificar ciertas actuaciones. Y no porque niegue éstos (Dios me libre), sino porque es probablemente aquí donde la argumentación se vuelve casi siempre más interesada y las tesis se estiran y se estrujan a conveniencia. Veamos. En primer lugar se relaciona el derecho a 'vivir en nuestra lengua' con el principio de territorialidad. Debo aceptar que a mí personalmente siempre me ha costado digerir el posesivo en este tipo de sintagmas ('nuestra tierra, nuestra religión, nuestra lengua...') y que probablemente ello me impide ver con claridad lo que otros advierten tan nítidamente. Y sin embargo, no puedo sustraerme a la necesidad de plantear también algunos interrogantes. Por ejemplo, el hecho de que 'nuestra lengua', es decir, el valenciano, no lo sea en la práctica, de al menos la mitad de la población de la Comunidad. Lamentémoslo profundamente, maldigamos la historia y a sus representantes, que traicionaron la lengua de este pueblo, pero parafraseando a mi colega 'de momento, es lo que hay, nos guste o no'. Más aún: incluso si obligamos a los castellanohablantes a avergonzarse por su pasado, y por su presente, y los convertimos en objeto de la venganza de la historia, habrá que reconocer que al menos hay un grupo con el que no podemos ensañarnos. Me refiero a aquellos que nunca han hablado valenciano en los territorios del interior, y que suponen un 40% del territorio global de la Comunidad. El hecho de que esas tierras se vean inmersas desde hace décadas en un proceso de despoblamiento progresivo no priva a sus habitantes de los mismos derechos que al resto. Así pues, y llevado el principio de la territorialidad a sus últimas consecuencias ¿debería quedar exento del requisito lingüístico un funcionario docente con plaza definitiva en Requena, Utiel o Segorbe?

Junto a este principio se invoca a continuación el derecho a 'aprender en la propia lengua', ciertamente avalado por la sociolingüística y la didáctica universal. Obsérvese cómo en el presente caso no se menciona el posesivo, no es 'nuestra lengua' el objeto de atención, sino la lengua materna o dominante en los primeros años de la vida de las personas. Hoy tal derecho es reconocido por la legislación en todas las comunidades con lengua propia aparte del castellano, pero curiosamente no se ejerce en algunas de ellas, al menos para una parte de la población. Así ocurre, por ejemplo, en una que estoy seguro que sirve como referencia indiscutible para los sectores más comprometidos con la normalización del valenciano. Desde hace más de una década todos los alumnos de primaria y secundaria de Cataluña aprenden exclusivamente en catalán, con independencia de cuál sea su lengua materna. Cuando se hace notar esta flagrante contradicción con el derecho a aprender en la propia lengua del individuo, las autoridades educativas esgrimen el argumento de que actuando de otra manera muchos escolares catalanes no adquirirían nunca el nivel de competencia deseable. Y quizá sea cierto, pero en tal caso, que no nos hagan comulgar con ruedas de molino, como si nada hubiera cambiado en España desde hace veinticinco años.

Sea como fuere lo cierto es que, transcurridas dos décadas desde que comenzaron los actuales procesos de normalización lingüística en España, éste sigue siendo un tema tabú, sobre el que a uno no le interesa pronunciarse críticamente si no quiere ser acusado de 'facha', 'elitista' ('catedrático'), 'imperialista', 'españolista' (a un paso del 'españolazo' que escupen los radicales en el País Vasco a quienes no piensan como ellos). O en el paroxismo de la descalificación, de participar en 'el genocidio de todo un pueblo y su cultura', como alguno ha tenido la osadía de espetarme. Pese a ello no dejaré de reafirmarme en la opinión que expresaba en mi artículo anterior. El modo en que se va a concretar el requisito lingüístico en esta comunidad autónoma y en otras desde hace tiempo, está en contradicción con el espíritu de integración europea y de cosmopolitismo que tanto nos gusta esgrimir de cara a la galería.

José Luis Blas es catedrático de la Universidad Jaume I de Castellón.

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