Fuegos artificiales
El miércoles este periódico preguntaba qué había sido del Pacto Andaluz por el Libro que la Junta, los libreros, los editores, los sindicatos, los empresarios, la Televisión Andaluza y la Federación de Municipios firmaron en el Palacio de San Telmo hace un año. Lógicamente, los portavoces de estas instituciones no recordaban aquel asunto, y fueron saliendo más o menos airosos del aprieto en que se les ponía. De todas las respuestas, mi favorita es la de los empresarios. 'Firmamos el pacto', reconoció su portavoz, 'pero el libro queda lejos de nuestro trabajo diario'.
Promover un Pacto de Apoyo al Libro sirve -y no digo que sea poco- para aliviar la mala conciencia de quienes lo suscriben. Pero sólo alguien que no lea mucho puede creer honestamente que pueda tener otros efectos. Sólo quien considere la lectura una actividad fastidiosa pero necesaria puede abordar el analfabetismo funcional de la población con estos programas de vacunación cultural. Si se piensa en la lectura como en un servicio militar, entonces sí, entonces tiene sentido organizar campañas de reclutamiento. Pero de este modo no se ganan ni se forman lectores. Uno se aficiona a la lectura abriendo buenos libros, desde luego; pero también -y esto se dice menos- cerrando los que le parecen malos. Lo que pasa con estos pactos de apoyo al Libro -con mayúscula- es que convierten al libro -con minúscula- en un fetiche casi religioso. Después de un acto tan solemne como el que se celebró en San Telmo hace un año, da como cosa dejar un Libro a la mitad. Pero nadie en su sano juicio puede pensar que un libro es un objeto intrínsecamente bueno sólo por el hecho de estar encuadernado. Un libro es un soporte, muy bien pensado, pero un soporte. Conozco muchos cuyo interior no debería ser apoyado por nadie. Exageraba el viejo tópico renacentista cuando aseguraba que no hay libro malo que no contenga algo bueno. Ya lo creo que los hay. En el mercado de los libros, como en el de los productos lácteos, las manufacturas de buena calidad conviven con los fraudes. Y con los plagios. Ni todos los libros son buenos, ni es mejor lector aquel que ha leído un número más elevado, sino el que los ha disfrutado con provecho y los ha incorporado a su trabajo diario, como diría el portavoz de los empresarios andaluces.
Uno diría sin embargo que no se trata tanto de incentivar a los lectores como de disuadir a algunos escritores. Es cierto que se lee poco, pero no conozco ninguna época de la literatura en la que no haya existido desproporción entre la fertilidad de los autores y la capacidad de los lectores para consumir tanta obra de arte. Una buena manera de combatir esta inflación de escritura sería desplazar el énfasis desde la cantidad hacia la calidad. Lo que necesitamos no es tener más lectores, sino mejores; lectores que se atrevan de nuevo a jerarquizar sin relativismos la producción de los autores. Pero, claro, estos lectores no se forman de la noche a la mañana a golpe de pacto, sino lentamente y en la escuela. Es ahí, y no en fuegos artificiales, donde se debería invertir el dinero que la Junta esté dispuesta a gastarse en esto.
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