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El CGPJ y la regla de la mayoría

Se oye decir con cierta frecuencia que el Consejo General del Poder Judicial -CGPJ- funciona democráticamente porque en él las decisiones se adoptan por mayoría. El razonamiento parece a primera vista impecable, pero acaso responda a una inexacta idea del CGPJ, e incluso a una definición algo simplista de la democracia. Porque ni ésta se reduce a la pura y simple aplicación de la regla de la mayoría ni el correcto funcionamiento de aquél es posible si la misma se aplica sistemáticamente. Quizá esto último se comprenda mejor cayendo en la cuenta de que el CGPJ no es una asamblea parlamentaria.

En una perspectiva puramente sociológica, las asambleas parlamentarias son ámbitos en que se reúnen los grupos de una sociedad que tienen ideologías y/o intereses contrarios para lograr una relativa pacificación del conflicto que los enfrenta y establecer unas ciertas reglas que sirvan de base a la convivencia. En una perspectiva jurídico-política, que sólo podemos tener si nuestro marco de referencia es una sociedad democráticamente organizada, la asamblea parlamentaria es al mismo tiempo mecanismo de pacificación y piedra angular del sistema. Porque desde esta segunda perspectiva se descubre que la asamblea -o las asambleas, si hay más de una- no sólo institucionaliza el conflicto o los conflictos que existen en toda sociedad compleja, normalizándolos e incorporándolos a su acontecer diario, sino que se constituye, a través del sufragio universal y libre con que se elige a los miembros de la asamblea, en órgano representativo del pueblo, al que, lógicamente, se encomiendan las funciones más trascendentes del Estado. Entre nosotros, por ejemplo, el hecho de que las Cortes Generales representen al pueblo español -artículo 66.1 CE- determina que se les atribuya el ejercicio de la potestad legislativa, la aprobación de los presupuestos y el control de la acción del Gobierno -artículo 66.2 CE- entre otras tareas. Y el hecho de que los miembros de las Cortes hayan sido elegidos por su inclusión en las listas de partidos que expresan el pluralismo político -artículo 6º CE-, por lo que están inevitablemente enfrentados, obliga a encontrar un procedimiento que posibilite, en esa situación objetiva y asumida de conflicto, la aceptación por todos de las decisiones que hayan de tomarse en asuntos atribuidos a la competencia de las Cámaras. La regla de oro de ese procedimiento, que permite el regular el funcionamiento de las asambleas parlamentarias en los Estados democráticos es la regla de la mayoría.

Pero el CGPJ no es, como digo, una asamblea parlamentaria. No lo es, ante todo, porque su finalidad no es pacificar ni institucionalizar conflicto alguno. En realidad, y aunque a veces lo laborioso de su gestación pueda hacer pensar otra cosa, el CGPJ no nace del conflicto, sino del consenso. Recuérdese que sus vocales son elegidos por las Cortes Generales no por simple mayoría, sino por mayoría cualificada de tres quintos en cada una de sus Cámaras. Esto quiere decir que, para la elección de los magistrados, jueces y juristas que deben ser propuestos al Rey para su nombramiento como miembros del CGPJ, el enfrentamiento que es inherente a las relaciones entre los partidos debe amortiguarse sensiblemente y transmutarse en mutuo entendimiento. Y desde otro punto de vista, el CGPJ no es una asamblea parlamentaria porque no es un órgano deliberante, sino ejecutivo o de gobierno, el supremo órgano de gobierno del Poder Judicial. Y es claro que, por razones estrictamente funcionales, un órgano ejecutivo no puede ser, al menos primaria y permanentemente, escenario ni manifestación de conflicto.

Un órgano de gobierno no tiene que ser necesariamente homogéneo. Lo será si todos sus miembros comparten las mismas ideas sobre la forma como debe ser gobernado el colectivo en cuya cúspide aquél está situado, y será heterogéneo en caso contrario. En nuestro ordenamiento jurídico parece dado por supuesto que el CGPJ será un órgano de composición heterogénea porque, si son los partidos políticos representados en el Congreso y en el Senado los que se deben poner de acuerdo para la elección de los vocales, es previsible que cada partido procure que sean designados magistrados, jueces y juristas que se suponga cercanos a sus postulados sobre organización, funcionamiento, medios, etcétera, de la Administración de justicia, lo que forzosamente comportará diversidad de talantes y orientaciones. El CGPJ refleja así -y ello en modo alguno merece un juicio negativo- el pluralismo político existente en la sociedad y manifestado en las Cortes Generales. A mi modo de ver, este pluralismo ha sido reforzado -e incluso formalmente consagrado- por la participación que ha sido concedida a las asociaciones de jueces y magistrados, en la presentación de candidatos a los puestos judiciales del CGPJ, por el artículo 112 LOPJ tras la reforma operada por la LO 2/2001, de 28 de junio. Porque nadie puede dudar, a estas alturas, de que la pluralidad de asociaciones judiciales es lógica consecuencia de la pluralidad de opciones ideológicas que, como ciudadanos libres y activos, tienen los jueces y magistrados, aunque no todos, por supuesto, estén incorporados a una u otra asociación. Pero, aunque conviene dejar esto subrayado, lo que ahora importa es constatar la realidad de un CGPJ heterogéneo. Un rasgo, como ya he indicado, que no debe significar la reproducción en su seno de un conflicto similar al que enfrenta a los partidos políticos, por lo que hace años me atreví a caracterizar la estructura del CGPJ como un 'gobierno de coalición'.

Se trata, indiscutiblemente, de un gobierno de coalición sui generis en tanto la alianza no es el fruto de la deliberación y el acuerdo entre quienes lo forman, sino entre los partidos que los proponen. Es más, el acuerdo entre los partidos se agota normalmente en la mera designación parlamentaria de los vocales, aunque en la última renovación del CGPJ el acuerdo se ha inscrito en el contexto de un pacto más amplio previamente celebrado entre los partidos mayoritarios. Por lo que se refiere a las asociaciones judiciales, no ha existido entre ellas, al menos hasta ahora, un clima de entendimiento susceptible de servir de base a un pacto de gobierno. Falta, por todo ello, un elemento tan importante para un gobierno de coalición como es un programa común discutido y aceptado por todos los que entran en él. A pesar de todo, al CGPJ le viene impuesta aquella condición por el consenso político en que se gesta, por su propia diversidad interna y por una evidente necesidad intrínseca de eficiencia.

En los gobiernos de coalición hay normalmente un sector con mayor peso numérico. En princi

pio, podría imponer siempre su voluntad por la sencilla razón de que los miembros de ese sector suman más que los otros, pero no pueden hacerlo si no quieren romper el gobierno. El sistemático recurso a la regla de la mayoría, en un órgano de gobierno de esta naturaleza, puede hacer inviable su funcionamiento e incluso su existencia porque el sector minoritario, condenado a ver derrotadas todas o casi todas sus propuestas, no podrá permanecer mucho tiempo en la situación frustrante de quienes, habiendo sido llamados a una acción de gobierno, se ven reducidos en la práctica a la condición de espectadores de la acción de gobierno que otros llevan a cabo. En la esfera política, un ejecutivo de composición plural en que tal situación se produzca tiene sus días contados. Para evitar la crisis -si se quiere evitarla- es preciso que el sentido de la responsabilidad de sus miembros instaure en las relaciones entre mayoría y minoría, un espíritu y una pauta de comportamiento absolutamente distintos. El sentido de la responsabilidad y -podemos añadir- la sensibilidad democrática, porque la democracia no se realiza sólo comprobando de qué lado está la mayoría, sino también respetando a la minoría y concediéndole, sobre todo si se gobierna con ella, un espacio ponderado de poder en la adopción de las decisiones que se imputan al gobierno en su conjunto.

Las anteriores consideraciones cobran un especialísimo interés si las ponemos en relación con el CGPJ. La renovación total del mismo está prevista para cada cinco años, lo que quiere decir que éste es el plazo de vida que al mismo le imponen la CE y la LOPJ. Desde una postura de lealtad a la institución es, pues, difícilmente concebible una ruptura anticipada de la coalición. Pero la misma lealtad obliga a no crear condiciones objetivas de ruptura, concretamente obliga a la mayoría a no abusar de su superioridad numérica. Es verdad que el art. 137 LOPJ establece que 'los acuerdos de los órganos colegiados del Consejo serán adoptados por mayoría de los miembros presentes, salvo cuando la ley disponga otra cosa', añadiéndose que 'quien presida tendrá voto de calidad en caso de empate'. Una prudente interpretación de esta norma, sin embargo, debe llevar a considerar que lo que en ella se impone es el mecanismo a que necesariamente se ha de recurrir, en última instancia, cuando existan diferencias que no sea posible resolver mediante un consenso propiciado por la actitud transigente de todos, en cuya consecución, por cierto, parece razonable le incumba un importante papel al presidente.

La alusión a la actitud personal necesaria para que el uso convierta la regla de la mayoría en última ratio para el buen funcionamiento del CGPJ, enlaza con un tema al que creo no siempre se ha prestado suficiente atención en las sucesivas renovaciones del mismo: me refiero a las condiciones que deben concurrir en los miembros del CGPJ. No parece discutible que todos hayan de ser juristas 'de reconocida competencia'. El art. 122.3 CE únicamente exige esta cualidad a los vocales de origen no judicial, pero no hay razón alguna para eximir de ella a los jueces y magistrados que se integran en la cuota que les corresponde. Pero además, a la luz de las reflexiones que se acaban de hacer, parece también indiscutible que deben ser personas con una sólida cultura política, esto es, capaces de convivir y trabajar, de forma abierta, civilizada y dialogante, con quienes tienen otras opciones ideológicas. Un ingrediente indispensable de esta cultura es, naturalmente, que se sea consciente y no se oculte la propia opción -doy por supuesto que todo ciudadano activo la tiene-, lo que conlleva que la relación con los que se convive y trabaja tenga en su base esta radical honestidad consigo mismo y con los otros. Sólo quien ha interiorizado la citada cultura política, que es la propia de una sociedad democrática, se puede liberar de todo sectarismo y comprometerse, desde la claridad de sus convicciones y sin rehuir las inevitables tensiones que puedan salir al paso, en la realización de un proyecto de gobierno consensuado.

José Jiménez Villarejo es magistrado emérito del Tribunal Supremo.

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