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Reportaje:

Olor a versos

La nueva poesía social domina un Festival Internacional de Poesía envuelto en la novedad del perfum

¿A qué huelen los versos? ¿A vainilla, a mandarina, a jazmín? ¿O quizá a sangre, a sudor y a sexo? En lo temático, seguramente más a esto último que a otra cosa, pero, por lo olido la noche del jueves en el Palau de la Música Catalana, las esencias de frutas y flores no les quedan nada mal como envoltorio. La gran novedad del decimoctavo Festival Internacional de Poesía, colofón a los Set Dies de Poesia a la Ciutat que organiza el Instituto de Cultura de Barcelona, eran los perfumes diseñados por Jimmy Boyd, que envolvían de manera invisible la actuación de cada poeta. Aunque en el entreacto todo eran cábalas sobre a qué olía realmente el perfume, e incluso si de verdad lo había, en la segunda mitad de la velada debieron aumentar la solución, porque todo el Palau despedía un aroma más que perceptible. En lo que se refiere a tramoya el ex perfumista de Rochas ganó de largo a Tere Recarens, autora de una escenografía que resultó menos espectacular de lo anunciado.

Ornamentos aparte, lo que cuenta en este festival es, por supuesto, lo que se dice. Más que consolidado como cita barcelonesa, el director que se estrenó el año pasado, Gabriel Planella, se ha empeñado en ponerlo a la altura de los de Sydney y Rotterdam, al parecer los más prestigiosos del circuito, y para ello apostó en esta ocasión por la uniformidad.

Esta vez no hubo cantos ni recitados extravagantes, si excluimos el monólogo-espectáculo con que el gallego Antón Reixa se salió del guión. Empezó leyendo un par de poemas (por llamar de alguna manera a esas salmodias surrealistas que tanto gustaban a los admiradores de su grupo de rock, Os Resentidos) para acto seguido pasar a un espectáculo de tono crítico-humorístico que consiguió desternillar al público.

Antes que él había abierto la sesión el primero de los dos representantes del país invitado, el africadian (mezcla de África y Arcadia, nombre histórico de Nueva Escocia, en Canadá), George Elliott Clarke, que aun sin llegar al descuajaringue del rapero, entonaba sus letanías de reinvidicación negra con una cantinela cercana a la del telepredicador en versión simpática. A la lucha contra la opresión se sumaron las letras de la surafricana Antjie Krog, la otra sorpresa de la noche gracias a un apabullante dominio de lo escénico. Susurros, órdenes e incluso una insinuación de canción de cuna le sacaron el máximo partido a una lengua, el afrikaans, de sonido áspero, cargado de jotas brutales y erres violentas pero que en su boca ofrecía un efecto de alto voltaje.

Otros dos autores que cautivaron a la platea fueron Cristina Peri Rossi y Carles Hac Mor. La uruguaya, poeta de apariencia íntima y menuda pero autora de una obra potente, empezó fuerte: cantó, por este orden, al exilio, al amor lésbico y a la condición de mujer, sin ahorrar detalles corporales ni fluidos. Y concluyó con un mensaje irreverente contra la globalización, el capitalismo y la política norteamericana y a favor de la intimidad y el amor, titulado ni más ni menos que Once de septiembre. Por su parte, el leridano Carlos Hac Mor puso la nota vanguardista mediante algunos juegos orales que el respetable aplaudió con gusto. Autor de una obra en progresión, Hac Mor mejora a cada actuación, y lo demostró redondeando sus filigranas con una fabulosa y delirante canción hecha de retazos de dialectos de Lleida, caló incluido.

Tampoco desmerecieron del conjunto los otros dos representantes locales, David Castillo en catalán y Juan Luis Panero en castellano. A Castillo, acostumbrado al recital de barrio, casi subversivo, pareció al principio que los 2.000 espectadores del Palau le aturdían, por lo que el tono combativo con que suele declamar sus soflamas se tiñó en algún momento de crispación, pero lo cierto es que conectó la mar de bien con la audiencia. En cuanto a Panero, que salía con la desventaja de suceder al agitador Reixa, optó por la estrategia del contraste y le salió redonda. Eterno caballero de la soledad y el desencanto, el madrileño se despidió despidiéndose, con el último poema de su último libro, singnificativamente titulado La memoria y la muerte.

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Quien sí pareció algo por debajo de las expectativas fue el brasileño Ferreira Gullar. Outsider por naturaleza, Ferreira da voz en sus composiciones al deseo de supervivencia de los más desfavorecidos, que en Brasil son legión, aunque también supo ponerle sentido del humor a la cosa. Cerró el programa la otra invitada especial, la quebequesa Nicole Brossard, autora de unas narraciones de lo cotidiano donde aparentemente no sucede nada. Al igual que la paquistaní Imtiaz Dharker, que había salido en tercer lugar, la naturalidad de su recitado podía sonar a monótono, lo que apaga en parte el contenido, que en el caso de Dharker incide en la violencia urbana y las tensiones religiosas en un lenguaje que sabe a canción protesta de la década de 1970. O, quien sabe, tal vez era cosa de la dulzura del perfume.

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