La corta marcha hacia el poder
La dimisión de Joaquín Almunia como secretario general del PSOE la noche del 12 de marzo de 2000, nada más conocerse la victoria por mayoría absoluta del PP, obligó al resto de la Ejecutiva a seguir de manera renuente sus pasos. Quedaron así frustradas las maniobras orientadas a que la factura del descalabro electoral socialista fuese pagada exclusivamente por el candidato derrotado: también se abría el camino para el relevo generacional del grupo dirigente instalado en el poder del partido desde su victoria en el Congreso de Suresnes de 1974. Pero si la naturaleza de los escolásticos tenía horror al vacío, los aparatos de los partidos -como demostró hace casi cien años Robert Michels- se cierran sobre sí mismos a la menor señal de peligro para su indefinida continuidad. Una vez que la renuncia de Almunia forzó la convocatoria del 35º Congreso, la cúpula de la vieja guardia del sector mayoritario del PSOE afín a Felipe González buscó un candidato de consenso para la secretaría general.
EL RELEVO
Gonzalo López Alba Taurus. Madrid, 2002 502 páginas. 18 euros
Ambiguo, hermético e indescifrable, Felipe González era -según López Alba- el propietario de la golden share para designar al nuevo secretario general
José Bono fue elegido para ese papel al menos por tres razones: era el único postulante declarado al puesto (sólo razones de calendario le habían impedido ser el candidato presidencial para las legislativas tras la dimisión de Borrell en mayo de 1999), disponía de una brillante ejecutoria electoral (había ganado cinco veces seguidas los comicios autonómicos de Castilla-La Mancha) y estaba dispuesto a aplicar la ley y orden dentro de un PSOE cada vez más revuelto e indisciplinado. La doble negativa de Guerra (dedicado al deporte de tirar la piedra y esconder la mano desde la presidencia de la Fundación Pablo Iglesias) y de Rodríguez Ibarra (satisfecho con desempeñar el papel de bondadoso ogro-de-corazón-de-oro defensor del fundamentalismo socialista) a competir por la secretaría general del PSOE había descargado la candidatura de la minoría guerrista sobre la ex ministra Matilde Fernández a quien López Alba atribuye un mordaz comentario ('en este grupo no hay hombres dipuestos a ir a perder y como es una batalla para perder y será dura, sí vale una mujer'). Pero la irrupción en la contienda congresual de otros dos candidatos situados dentro de la mayoría identificada con Felipe González (la eurodiputada vasca Rosa Díez, en solitario, y el diputado leonés Zapatero, como representante de Nueva Vía) hizo saltar por los aires el planteamiento maniqueo de un choque bipolar entre Bono y Fernández. Esa nueva perspectiva hizo aflorar las desconfianzas, las antipatías y los agravios embalsados dentro del PSOE desde hacía tiempo contra el presidente de Castilla-La Mancha por sus cambios de cabalgadura (primero Tierno, después Guerra y finalmente González), sus ideas social-cristianas (discordantes con la cultura laica y anticlerical del partido) y su fama de imprevisible maniobrero. Los adversarios de Bono no pertenecían sólo a la minoría guerrista; una facción de enredadores madrileños autotitulada Renovadores de la Base fichó por Zapatero al grito de 'hay que impedir que Bono cruce el Tajo'.
Gonzalo López Alba reconstruye la pugna por la secretaría general del PSOE librada durante los cuatro meses largos que separaron la generosa dimisión de Almunia y la celebración del 35º Congreso. A diferencia de tantas estafas encuadernadas que han polucionado las librerías españolas disfrazadas de periodismo de investigación en la última década, este recomendable reportaje no abusa de los diálogos sospechosamente reconstruidos, cruza las versiones de los diferentes testigos sobre un mismo acontecimiento cuando le resulta posible y cita habitualmente las fuentes de los testimonios recogidos; los sesgos e imprecisiones que advertirán probablemente algunos protagonistas y observadores de los acontecimientos son el obligado tributo exigido por un género ajeno a los métodos de una historiografía rigurosa.
Ambiguo, hermético e indescifrable, Felipe González era -según López Alba- el propietario de la golden share para designar al nuevo secretario general. El poder de los líderes carismáticos de un partido no necesita ser puesto en práctica para resultar eficaz: las expectativas de afecto o de temor, de recompensa o de represalia albergadas por los militantes ponen en marcha los mecanismos de su obediencia voluntaria. A diferencia de la táctica de distanciamiento respecto a Felipe González adoptada por Rosa Díez, Zapatero se esforzó durante los meses anteriores al 35º Congreso por neutralizar la exclusividad de las credenciales felipistas exhibidas por Bono mediante una creciente aproximación al ex presidente del Gobierno que incluyó la propuesta de hacerle presidente del PSOE.
La primera conversación de ver
dad entre Zapatero y Felipe González -sus contactos anteriores habían sido esporádicos y convencionales- tuvo lugar el 20 de abril, con Trinidad Jiménez como embajadora por su fácil acceso al 'interior de palacio'. Mientras el ex presidente del Gobierno podaba primero una sabina en el invernadero de la finca de un amigo, y compartía luego biblicamente queso y vino con sus invitados, el emergente líder de Nueva Vía le hizo partícipe de sus planes a la espera de su respaldo implícito. El tono lírico utilizado en El relevo para describir ese encuentro existencial y político en 'el santuario de González' tal vez sea un recurso irónico de López Alba; en ese 'día especial' (era Jueves Santo) 'lucía un sol radiante de primavera' y 'la atmósfera estaba cargada de signos premonitorios'. Después de escuchar durante tres horas a Felipe González, Zapatero había 'aprendido más' que durante su anterior vida política. El resultado fue satisfactorio para Nueva Vía: según Trinidad Jiménez, el ex presidente 'parecía un maestro oriental hablando al discípulo'.
Felipe González no utilizó la acción de oro en favor de Zapatero, pero intentó que Bono le ofreciera la vicesecretaría general y la portavocía del PSOE en el Parlamento. El acuerdo no fue posible: primero, por la desconfiada racanería del presidente de Castilla-La Mancha; después, en vísperas del 35º Congreso, por la valiente decisión de Zapatero de jugarse el todo por el todo. Por lo demás, los miembros de Nueva Vía aprovecharon la neutralidad o la no beligerancia de Felipe González para captar adhesiones entre los delegados al Congreso y establecer alianzas (incluso con los guerristas) a cambio de algunas promesas. La victoria de Zapatero por nueve votos de ventaja sobre Bono (414 frente a 405) y a gran distinancia de Matilde Fernández (109) y Rosa Díez (65) mostró su notable dominio de ese variopinto conjunto de destrezas (algunas no tan apreciables como otras) que los profesionales del poder elogiosamente denominan hacer política. Sin embargo, tal vez algunos lectores nacidos a la vida pública durante la lucha contra la dictadura franquista o los años de la transición echen en falta concepciones ideológicas más vigorosas y una vibración moral más intensa en esa corta marcha hacia el control del PSOE de los tenaces y astutos vencedores del 35º Congreso; la ambición personal de poder, el patriotismo corporativista de partido y la retórica generacional renovadora no agotan el equipaje de pasiones, emociones y sentimientos que los políticos pueden llevar consigo en su viaje hacia la cumbre.
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