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Tribuna
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La ley y la demanda

En un artículo (El TC español y el TC alemán) publicado en el diario Abc del pasado día 5, el profesor Jiménez de Parga, presidente de nuestro más alto tribunal, da las razones por las que, a su juicio, yerran quienes piensan que debería ser éste, el Tribunal Constitucional, y no una u otra Sala del Tribunal Supremo, el encargado de decidir la disolución de los partidos políticos, cuando esa decisión no se funda en motivos penales. No sé si, al ofrecer sus razones en la prensa, el señor presidente ha tenido en mientes el ruego que yo hacía en una modesta colaboración sobre este mismo asunto, aparecida en este periódico a finales de abril. Si es así, al agradecimiento que como ciudadano siento por su esfuerzo se suma el personal por su delicada cortesía. En todo caso, como me encuentro entre quienes, en su opinión, nos equivocamos, parece obligado que, una vez conocida ésta, la acepte para rectificar la que antes había expuesto, o la critique para mantenerla. No trato con ello, en modo alguno, de defenderme frente a la insinuación de que el origen de nuestro error está en la ignorancia, sino de contribuir a un debate público que entiendo necesario para la ilustración de nuestros conciudadanos, aunque no me haga ilusiones sobre la posibilidad de que le presten atención nuestros políticos. La postura de éstos sobre el objeto de este debate está ya aparentemente fijada y coincide con la que propugna el presidente del Tribunal Constitucional, no con la mía. Para devolver su delicada amabilidad, se la expuse también en privado, antes de hacerla pública, a quienes me habían dado a conocer el texto del proyecto de ley antes de su aprobación definitiva; ni en el Gobierno ni en la oposición he encontrado, sin embargo, eco alguno. Por respeto a la institución que preside, lo mismo intenté hacer con el señor Jiménez de Parga, pero mi intento se frustró por un equívoco del que sería impertinente hablar en público. En todo caso, esto es ya agua pasada. Vayamos a lo que importa.

Según indica su título, el error que en el artículo se nos atribuye parece originarse en la incapacidad que quienes incurrimos en él tenemos para percibir la diferencia esencial existente entre el Tribunal Constitucional alemán y el español, de la que el articulista parte, en consecuencia, como base de su razonamiento. Aquél, dice, encargado de preservar una Constitución que declara irreformables la estructura federal de la República y los derechos fundamentales, tiene en la propia Constitución el criterio que ha de aplicar para decidir sobre la inconstitucionalidad de los partidos. El nuestro, por el contrario, se corresponde con una Constitución que admite la licitud de todos los fines, con tal de que, si son contrarios a ella, no se los pretenda alcanzar si no es mediante el procedimiento previsto para su reforma. El tribunal alemán es el propio de una democracia 'militante'; el nuestro, el adecuado a una democracia sin adjetivos, para no llamarla inerme.

En mi muy modesta opinión, este punto de partida no se corresponde con la realidad. Ni el artículo 21.2 de la Constitución alemana establece conexión alguna entre la irreformabilidad de la Constitución y las causas por las que puede declararse la inconstitucionalidad de los partidos, ni faltan ejemplos de Estados con constituciones que no ponen límite sustancial alguno a su propia reforma y en los que, pese a ello, se prohíben los partidos que persigan determinados fines. El más cercano y más a propósito, el de nuestra vecina Francia. Ni bajo la Tercera República, ni bajo la Cuarta, ni bajo la Quinta, han tenido las constituciones francesas cláusulas de irreformabilidad, lo que no ha sido obstáculo para que, primero la venerable ley de 1901 sobre el 'contrato de asociación', y más tarde la ley de 10 de enero de 1936, hayan considerado ilícitas, entre otras, las asociaciones que tengan como finalidad poner en cuestión la integridad del territorio nacional o atentar por la fuerza contra la forma republicana de gobierno. Un precepto que no se ha visto afectado por las sucesivas reformas de esta legislación en 1944, 1951, 1972 y 1986, y que el presidente de la República utilizó en 1974 para decretar la disolución de Enbata. Al revisar el decreto de disolución, el Consejo de Estado lo consideró ajustado a derecho, puesto que, dice, no hay duda de que pone en cuestión la integridad del territorio nacional una asociación cuya finalidad es la de liberar al País Vasco francés de la dominación del Estado francés y su reunificación con las provincias vascas españolas en una unidad política nueva.

Sí es cierto, por el contrario, que la Constitución alemana, a diferencia de la nuestra, atribuye expresamente al Tribunal Constitucional la competencia para declarar la inconstitucionalidad de los partidos y hace una referencia genérica a las posibles causas de ésta. Se trata, sin embargo, de diferencias menores sobre las que es difícil, creo, montar una argumentación que no se apoye realmente en otros elementos. Además de las competencias que expresamente le asigna, nuestra Constitución encomienda al Tribunal Constitucional, como el propio Jiménez de Parga recuerda, todas las que se le atribuyan mediante ley orgánica, y ya en el pasado se ha hecho uso de esta posibilidad, tanto para dar al tribunal competencias nuevas como para eliminar algunas de las que originalmente tenía. Nuestra Constitución no hace referencia a los motivos posibles de inconstitucionalidad de los partidos, pero sí define su función propia y precisa que la creación y la actividad de éstos es libre 'dentro del respeto a la Constitución y la ley', una frase que resulta mutilada si se entiende que sólo desde la ley cabe juzgar acerca de su licitud.

Al insistir en las diferencias existentes entre los sistemas, se pasa por alto la similitud de éstos en un punto esencial. Tanto en Alemania como en España, los partidos están constitucionalizados. No son simples asociaciones, como cualesquiera otras, que podrían existir o no existir, sino componentes esenciales de la estructura del Estado. No son órganos de éste, pero tampoco puras formaciones de la sociedad civil. En palabras de un distinguido autor, precisamente alemán, se encuentran en ese lugar intermedio entre lo puramente estatal y lo no estatal que es el ámbito en el que se forma la unidad política. De ahí que gocen de privilegios y padezcan cargas (por ejemplo, la financiación con fondos públicos y el sometimiento de sus cuentas a un control estatal) que de otro modo serían inexplicables, y de ahí también la necesidad de utilizar, para resolver sobre su licitud o ilicitud, criterios que no cabe aplicar a otras asociaciones.

Ésta es la cuestión decisiva, cuyo olvido vicia la argumentación del articulista, y que con

tra la intención de éste, conduce realmente a la conclusión de que sólo a través de la vía penal puede acordarse la disolución de los partidos. Esta argumentación, que al parecer sintetiza la doctrina que, con envidiable presciencia, impartía el autor en las aulas universitarias, puede resumirse del modo siguiente: como la Constitución no contiene norma alguna en la que apoyar la declaración de ilicitud de los partidos políticos, ésta sólo puede fundamentarse en una norma legal; es una cuestión de legalidad, no de constitucionalidad. Su conocimiento corresponde en consecuencia a los tribunales ordinarios, con lo que se salvaguarda la esencia propia del Constitucional, que no debe ocuparse de asuntos de simple legalidad, ni satisfacer demandas que no tengan por objeto actos del poder. Al Tribunal Constitucional no le cabe en todo esto otra función que la de resolver los recursos de amparo que eventualmente se presenten contra las sentencias que acuerden la disolución de un partido. Sólo de este modo, se concluye, resultará un sistema que sea conforme con lo que dispone el artículo 22 de la Constitución, que no habla de inconstitucionalidad, sino de ilegalidad de las asociaciones; dispone que éstas sólo serán disueltas o suspendidas por decisión judicial motivada, y establece que serán tenidas por ilegales las que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito.

Como esta última frase se ha interpretado siempre en sentido excluyente, entendiendo que sólo por razones penales cabe poner fuera de la ley una asociación, el razonamiento lleva lógicamente a un dilema: o bien se entiende que el régimen jurídico de los partidos políticos es el propio de las asociaciones, y en consecuencia quienes recurran en amparo frente a una disolución sin fundamento penal tienen el éxito asegurado, o bien se admite que el régimen de los partidos no coincide con el de las restantes asociaciones, y en ese caso hay que buscarle un fundamento constitucional que no sea el del artículo 22, y que sólo en el artículo 6 puede encontrarse. En el primer caso, el sistema que se nos propone sería inconstitucional, y frente a los partidos que perturban gravemente nuestra democracia no habría más vía que la penal, cuyas posibilidades han sido glosadas no hace mucho tiempo por el juez Baltasar Garzón y el profesor Gómez Benítez en un extenso trabajo publicado, si no recuerdo mal, en dos entregas sucesivas de este mismo periódico. En el segundo no hay más vía, creo, que la puramente constitucional. La ley puede 'desarrollar', desde luego, el artículo 6 de la Constitución, pero, como la referencia de éste al 'respeto a la Constitución y a la ley' es absolutamente genérica y la ley no puede introducir causas de inconstitucionalidad que no estén ya en la Constitución, sólo la vulneración de sus principios puede justificar la disolución de un partido, y sólo el Tribunal Constitucional puede apoyar sus decisiones directamente en la Constitución e interpretarla en último extremo. Éstas son, en sustancia, las razones por las que creo que se debería haber atribuido al Tribunal Constitucional esta competencia. El argumento de que, con esa atribución, se desconocería su auténtica naturaleza, puesto que se le obligaría a adoptar una decisión, no a juzgar de una decisión ya tomada, no me parece consistente y está implícitamente construido sobre la aceptación acrítica del sistema adoptado en el proyecto. Si la legitimación para solicitar la disolución de un partido incompatible con la Constitución se atribuye, como se debe, a las Cortes, o, más precisamente, al Congreso de los Diputados, y no al ministerio fiscal o a un conjunto más o menos extenso de diputados, al examinar la demanda el Tribunal Constitucional no hará sino lo que le es más propio, contrastar la interpretación que los representantes del pueblo hacen de la Constitución con la suya, que es la que ha de prevalecer. En la vía que se ha seguido, por el contrario, la demanda está en cierto sentido de sobra, porque está ya incorporada a la ley.

Ésta es mi opinión, que someto a cualquier otra mejor fundada en derecho. La del presidente del Tribunal Constitucional, dicho sea con todo respeto, no me lo parece.

Francisco Rubio Llorente es catedrático emérito de la Universidad Complutense y titular de la Cátedra Jean Monnet en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.

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