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Sociedades preinteligentes

Si la sociedad en la que usted vive fuera inteligente, la batería del coche que usted conduce no sería como es. Esa batería está pensada y fabricada para que deje de funcionar justo después de que expire su garantía. Así pues, los fabricantes de la batería quizá sean inteligentes, o mejor dicho, listillos, pero nuestra sociedad no lo es. Una sociedad inteligente no fabricaría esas baterías, satisfecha con que tal procedimiento mueve la economía, sino que ahorraría materia, energía y trabajo fabricando unas que durasen lo máximo posible. Multiplique este ejemplo por varios miles de otros casos posibles en el mundo de la producción, y obtendrá una de las explicaciones de por qué el planeta, y nosotros con él, se va al garete.

Parecería lógico que, en cada momento histórico, las sociedades definieran sus necesidades, ordenándolas según prioridades aceptadas en común. Y que escogiesen, en consecuencia, qué recursos humanos y materiales dedicar a satisfacerlas. Es decir, lo razonable sería decidir en cada lugar y en cada momento qué ser y qué tener, para después proponer con qué esfuerzo y con qué medios lograrlo. Las cosas no ocurren así de momento.

En sociedades preinteligentes como las nuestras, los esfuerzos que realizan las personas asalariadas se dedican a producir bienes materiales o inmateriales que ellos normalmente no han decidido crear, para satisfacer, supuestamente, necesidades que no han tenido ocasión de definir. A cambio, los trabajadores reciben, no sin dificultades y arduos esfuerzos, un elemento de intercambio, el dinero, que les brinda la posibilidad de conseguir lo que quieren o, mejor dicho, lo que realmente pueden obtener entre lo que se ofrece en el mercado.

Ante eso, aparecen por lo menos dos problemas. El primero es que, a falta de un proceso realmente democrático de construcción social de las necesidades y de las prioridades, no está nada claro si lo que el individuo de estas sociedades puede satisfacer es una necesidad necesaria (prioridades), una necesidad generalizable en su satisfacción (justicia y acceso universal) o una necesidad impuesta por la propia maquinaria de la producción (dictadura de la oferta), maquinaria que tiene en este sistema unos grados enormes de autonomía. Y el segundo problema es que existe una independencia perniciosa del trabajo y de su fruto respecto de algunas variables esenciales. Se trabaja para acceder al dinero, y no porque el producto del esfuerzo sea siempre, ni mucho menos, socialmente necesario. La alienación que ello supone ha sido analizada y denunciada, pero se ha tratado mucho menos sobre la relación que esa situación tiene con la definición de las necesidades y con los efectos provocados en el medio ambiente. Las consecuencias de la autonomía del trabajo y de la producción sobre los recursos y sobre el medio natural son crecientemente graves. El sistema organiza el trabajo y la producción sin tener en cuenta si lo que se crea y cómo se crea tiene efectos negativos, incluso irreversibles, en los sistemas naturales.

Al trabajo y a la producción se les asocian valores casi absolutos, ligados al derecho al empleo, al salario justo, al reconocimiento social, al progreso, a la buena marcha de la economía, etcétera. Pero conviene cuestionarse, con relación a un modelo de comportamiento sostenible (ecológicamente posible y duradero, y además socialmente equitativo), qué consecuencias tienen, en algunos casos, el trabajo y la producción. Trabajar y producir, ¿para hacer qué y haciéndolo de qué manera? Sin duda, las variables que tienen que ver con el trabajo, con la producción, con los trabajadores, con el medio ambiente... están relacionadas. Producir lo necesario y hacerlo con criterios de sostenibilidad tiene forzosa y positivamente que ver con dedicar el menor tiempo posible a trabajos duros, peligrosos o alienantes. Repensar el trabajo y la producción llevaría a trabajar menos horas, y no sólo para luchar contra el paro, sino para producir bienes no superfluos, eliminar la obsolescencia planificada, consumir menos recursos y energía, etcétera.

Las vías de futuro que estas sociedades preinteligentes deberían explorar pasan por la discusión sobre qué tipo de trabajo para hacer qué. André Gorz escribió sobre ello en aquella Utopía entre otras posibles, publicada en 1975. Allí, un programa político utópico

proponía tres puntos básicos para cambiar la sociedad: trabajar menos, consumir mejor e integrar la cultura en la vida cotidiana de todos. En el primer punto, la propuesta de Gorz suponía, de hecho, no sólo trabajar menos, sino también trabajar mejor y de otra manera. Ahora, pasados más de cinco lustros desde ese texto utópico, existe una diferencia esperanzadora. Aunque el estado del mundo ha empeorado considerablemente, tanto en el aumento de las desigualdades como en la situación de los sistemas naturales, la utopía de pensadores y grupos radicales ha empezado a entrar lentamente en algunos programas políticos. E incluso, aunque con cuentagotas, en su aplicación, especialmente en la esfera municipal. El futuro inmediato nos dirá si nuestras sociedades preinteligentes podrán iniciar el camino de la inteligencia, pasando de esos tímidos inicios a la mejora auténtica. Si no lo hacen pronto, quizá será demasiado tarde.

A. García Espuche es arquitecto.

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