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LA CRÓNICA
Columna
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Bibliotecas (y 3)

A pesar de que los equipamientos faraónicos o mitterrandescos fascinan a sabios, políticos y periodistas, sigo empeñado en la necesidad de poner el acento en las infraestructuras culturales menores, aquellas que nunca salen en las páginas de los diarios y que no generan polémica. Dominado por esta rareza, regresé el otro martes a Barcelona. Después de una gestión de primera hora, me quedaba toda la mañana libre, por lo que volví a necesitar un espacio tranquilo para dedicar el tiempo restante a unos libros y papeles. El día anterior, tuve la precaución de informarme, vía Internet, sobre las bibliotecas públicas con que cuenta la ciudad. Son 23 en total, aunque tres de ellas están pendientes de inaugurar. Por su localización, me interesaban las del Eixample, que son tres. Escogí la Sofia Barat, de la calle de Girona, porque me pillaba cerca del apeadero de paseo de Gràcia-Aragó. Sobre las once de la mañana, ya de camino a dicha calle, me doy cuenta de que he olvidado en casa el papelito con la dirección. No recuedo el número exacto, así que subo hasta Diagonal y desciendo por la calle de Girona preguntando a los transeúntes como si fuera un turista. Hablo con unas 15 personas que afirman vivir en la zona: nadie sabe de la existencia de una biblioteca. '¿En la calle de Girona?', cavilan incrédulos. En el mercado de la Concepció, junto a las flores, se forma un pequeño grupo de amables señoras con sus bolsas repletas de apios, berenjenas y tomates. '¿Sabes algo de una biblioteca?', se interpelan una a otra. Nada. Me recomiendan el relojero de la esquina: 'Lo sabe todo de este barrio, y si él no puede indicarle, es que la biblioteca no existe'. El relojero, a su vez, se interesa muy vivamente por la biblioteca: 'Pregunte en Bruc-Aragó, en la sede del distrito, y por favor, si la encuentra, dígamelo'.

En busca de bibliotecas por Barcelona: en el Eixample hay una de localización y horario raros. Nada que ver con la Mercè Rodoreda

La funcionaria que me atiende es amabilísima, pero no tiene ni idea de dónde está la Sofia Barat. Es la encargada de la información, pero se conoce que nadie pregunta por las bibliotecas. Busca un tríptico informativo. Se han agotado. Mientras ella interroga a su ordenador, escucho las preguntas de los ciudadanos. Uno quiere pagar multas, otro quiere abrir una tienda. Un anciano reclama a un inspector. Quiere que le hagan un informe sobre el taller de su hijo. Al parecer los vecinos del inmueble protestan por el ruido, a pesar de lo mucho que han gastado ya en obras de aislamiento. 'Tendría que hacer una petición por escrito', sugiere la funcionaria. 'Es que no puedo', y enseña las manos. '¿No ve cómo tiemblan?'. Finalmente, la funcionaria consigue sacar del ordenador las direcciones de las bibliotecas. 'No me extraña', dice, 'que los vecinos desconozcan la Sofia Barat: está en el interior de una manzana'. Y concluye: 'De todas maneras, aunque la hubiera encontrado, no habría podido entrar'. ¿Y eso? 'Generalmente abren por la tarde; por la mañana, sólo los jueves y sábados'. Mi gozo en un pozo. Estudio los horarios de las demás bibliotecas. Casi todas responden al mismo patrón, abren solamente una mañana, descontando el sábado. Hay algunas pocas excepciones. La Mercè Rodoreda, en Horta-Guinardó, por ejemplo.

Salida Alfonso X, línea 4. Antes de subir al exterior, busco en el mapa ampliado que cuelga de la pared del metro la localización exacta de la Mercè Rodoreda. No consta. Se identifican hospitales, cuarteles, institutos, centros deportivos y parques, pero no consta la biblioteca. Se trata de un edificio moderno, amplio y luminoso, magníficamente colocado sobre el parque de las Aigües. Es mediodía y está casi lleno. Los usuarios se reparten entre los diversos espacios, desplazándose de un ordenador a la estantería, de una butaca a una mesa, con amable y sigilosa libertad. En la parte baja, abunda la gente mayor. Sentados en cómodas butacas, leen revistas y periódicos. La parte superior consta de dos espacios. Uno de consulta y una sala de estudio. Paso allí hora y media, divinamente, ordenando papeles y tomando las notas para este artículo. La sala está llena de estudiantes. La mayoría empollan, algunos cazan moscas, una pareja se despide besándose lenta, silenciosamente. Una gran apertura acristalada muestra, en primer plano, la densa vegetación del parque. A lo lejos, veladas por la calima, las tristes cúpulas del Palau Nacional de Montjuïc. Esto es Europa, sin lugar a dudas.

Hablo con dos funcionarios, auxiliares de la biblioteca. La pasión les brota de los ojos (no es fácil encontrar funcionarios tan enamorados de su labor: de lo que se deduce que las bibliotecas son buenas incluso para la salud de los que trabajan en ellas). Están encantados con todo. Con la luz natural, con el espacio múltiple, con el bar que ayuda a socializar los libros, con los miles de usuarios, con el millar de novelas que semanalmente prestan. La luz es amable, el silencio es notable, aunque no está prohibido hablar y los lavabos están limpios ('Gora Eta', decía un grafito reconvertido por un guasón en 'Gora TEtaS'). Me muestran la sala de lectura infantil, cantan excelencias de las madres que acompañan a los más pequeños y me hablan de las actividades que organizan: recitales poéticos, L'hora del conte, ciclos de conferencias. Florece en mi pecho el espíritu de la contradicción, pero a esta biblioteca realmente no le encuentro pegas. Una, al menos una: el horario. Cierran a las 14.00. Lo anuncia ya una música tranquila. Hasta las 16.00. Recojo mis papeles y me despido. En el jardincillo de salida, un grupo de jóvenes de aspecto adusto juegan con unos perros bastante fieros. Los bibliotecarios me han contado que siempre están ahí. No entran, buscan refugio. En otras bibliotecas pasa lo mismo. Los jóvenes airados se acercan, husmean y vegetan a la vera de los libros, sin llegar a ellos. Se tratar de conseguir que alguna vez entren. No hay empeño cultural más importante que éste. ¿Pero cómo?

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