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Reportaje:

El Pentágono militariza a las abejas

Científicos de EE UU entrenan a estos insectos para detectar explosivos

Javier Sampedro

Los ingenieros siempre han encontrado en la naturaleza su mejor fuente de inspiración inventiva -sin pájaros no habría aviones-, pero el último grito en tecnología no es ya plagiar a las especies biológicas; es contratarlas. Los científicos de la agencia norteamericana de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa, financiados directamente por el Pentágono, han logrado entrenar a las abejas comunes para que dediquen su asombrosa capacidad olfativa a la detección de bombas, minas y otros explosivos ocultos. Tal y como están las cosas, las flores pueden esperar.

El finísimo olfato de las abejas es bien conocido -la sutil gama de aromas que emiten las flores no está diseñada para alegrar el Día de la Madre-, y entrenarlas para dirigir ese poderoso detector natural contra los materiales explosivos no ha resultado tan difícil como pudiera parecer.

La capacidad de las abejas para olfatear las bombas es al menos tan alta como la de los perros

El problema con las abejas, más bien, es que tienen un convenio laboral envidiable. No hay manera de hacerlas trabajar de noche, por ejemplo. Ni tampoco si hace frío. La lluvia no les gusta lo más mínimo. Y todo lo anterior se refiere exclusivamente a las hembras, porque los machos no hacen nada útil jamás, con o sin entrenamiento. Pero en un día templado y despejado, la capacidad de las abejas para olfatear las bombas es al menos tan alta como la de los empleados que han acumulado más trienios en este negocio: los perros. Y, desde luego, superan incluso a éstos en ganas de meter el hocico por todas partes.

Los experimentos se iniciaron hace ya tres años, pero, según revelaba ayer The New York Times, el Laboratorio de Investigación de la Fuerza Aérea en la Base de Brooks (Tejas) acaba de someter a las abejas entrenadas a una batería de pruebas y ha confirmado que logran localizar pequeñas cantidades de un explosivo químico oculto en un 99% de los casos. Cuando una abeja ha encontrado la sustancia sospechosa, no hace falta ninguna tecnología punta para guiar hasta allí a los artificieros. Al igual que haría tras descubrir un recoveco rebosante de mazos florales, la exploradora comunica su hallazgo al resto de la colmena y todas se plantan en el escondite del explosivo como una sola abeja. Los especialistas (humanos) no tienen más que ver dónde se agrega el enjambre. Quien se atreva luego a meter la mano allí es una cuestión totalmente distinta.

Cuando un obispo le preguntó al célebre genetista británico John B. S. Haldane qué le había enseñado la biología sobre la naturaleza de Dios, el científico respondió: 'Pues que tiene una desmesurada afición a los escarabajos'. La irreverencia era una alusión al gran número de especies de escarabajos que andan sueltas por el planeta, pero Haldane podría haber deducido por el mismo método que el Creador es un incondicional de las abejas: hay más de 20.000 especies. Algunas recogen el polen de una sola flor, otras visitan cualquier flor de una cierta familia y otras cualquier flor que prometa. Los entomólogos saben desde hace mucho tiempo que esta gran diversidad no es sólo una cuestión de lenta diversificación evolutiva, sino que viene facilitada por un aprendizaje muy rápido y flexible. Las abejas parecen capaces de adaptarse a las flores que les ofrecen mejores recompensas nutricionales.

Es esa flexibilidad biológica la que ha aprovechado ahora el Pentágono. Cuando una abeja detecta el olor de un explosivo, los científicos la recompensan con una gota de azúcar, y al insecto le bastan un par de horas para comunicar su hallazgo a la colmena y lanzar a todo el enjambre en busca de la recién descubierta fuente de alimento (lo que, afortunadamente, no quiere decir que luego se coman la Goma 2). Es una lástima que Frederic Forsythe se haya cansado de escribir, porque su próxima novela se podría titular Viaje a la Alcarria III.

Un granjero manipula una colmena en una ciudad de Misuri, Estados Unidos.
Un granjero manipula una colmena en una ciudad de Misuri, Estados Unidos.ASSOCIATED PRESS

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