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Columna
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Retratos en el Arriaga

Una de las aplicaciones más veteranas de la fotografía es el retrato. A este género de tradición ancestral, cuyas raíces llegan desde las profundas simas de la historia del arte, debe la fotografía gran parte de su éxito. No en vano, recién hecho público el invento en 1839 proliferaron por doquier los estudios de retrato. En ellos se fueron conformando distintos tipos de encuadres, alejando o acercando la cámara al modelo. Estos caprichos de autor anunciaban los primeros planos, planos medios o vistas generales, toda una retórica de la imagen que se adoptó como elemento formal de esta disciplina e incluso se incorporó posteriormente al cine.

Después de la Primera Guerra Mundial, el retrato causó furor en el mundo de la moda, aunque la ciencia o la sociología también echaron mano de ello. No cabe duda de que fueron usos diferentes. Unos resaltaban las virtudes y atractivos de los modelos, otros rechazaban cualquier tipo de embellecimiento, manteniéndose fieles a un documentalismo pretendidamente objetivo. Las corrientes actuales, aunque no proliferan en exceso, enuncian una pluralidad enriquecedora. Para ello rompen los corsés marcados por la historia y se adentran en una búsqueda donde entrecruzan emociones de autores y modelos con los criterios formales.

Retratos son los que recibe una vez más el hall del Teatro Arriaga. Se presta estos días para recibir una exposición de actores, cantantes, bailarines, directores de cine e incluso diseñadores de moda. El marco resulta excelente, pero su tan marcada personalidad, acompañada de una iluminación diseñada expresamente para enriquecer las formas arquitectónicas del recinto, resta vigor a las sugerentes fotografías realizadas por Mónica Ochoa (Madrid, 1964). Puede resultar un tópico, pero no viene de más insistir en que una buena armonía entre contenido y continente es la mejor forma para poder gozar de toda exposición plástica.

El nombre de esta fotógrafa me llamó la atención en el PhotoEspaña 98. Su trabajo sobre Parejas de hecho rezumaba una sensualidad incitante. La delicadeza del tratamiento empleado se explicaba por su trayectoria profesional. Después de terminar sus estudios de Diseño de Moda pudo más la imagen de la ropa que las prendas en sí mismas. La representación de la realidad suponía para ella una forma de expresión más seductora que su propia elaboración. Esta inquietud le llevó al estudio de la fotografía. Los aspectos técnicos le causaban cierto grado de incertidumbre, pero, una vez superada esta etapa, la claridad de sus criterios estéticos marcaron su camino profesional. Tal como indica, sus premisas buscaban transmitir sensaciones con los colores, construir formas con las luces y utilizar el blanco y negro para conseguir imágenes 'limpias y lamidas'. Con estas alforjas ha trabajado en los circuitos de la publicidad, el cine y la música.

Promovido inicialmente por el Ayuntamiento de Madrid, y producido ahora por el de Bilbao, el trabajo que ahora presenta le ha supuesto descabalgarse temporalmente de su actividad profesional para conseguir una mayor flexibilidad de criterios. Ha dejado atrás los hábitos de fotografiar a las personas como maniquíes de productos de consumo. Quiere retratar a las personas en sí mismas, sin imposiciones de carácter comercial, dejando a los modelos elegidos manifestarse libremente, actuar a su forma y manera ante la cámara, para descubrir algunas de sus esencias.

El resultado, aunque en unos casos más que en otros, es acertado. Las fotos, todas en blanco y negro para la ocasión, tienen un inapreciable velo que difumina la agresiva nitidez de las formas. Los encuadres resultan de lo más variado. La más clásica composición deja espacio a suaves contrapicados o a fugas o llegadas laterales cargadas de intención. Exposición y catálogo resultan muy amenos, máxime cuando nos ofrecen caras conocidas en situaciones poco habituales. Diviértanse y vayan a ver, entre otros, a Pepón Nieto con los calzones bajados o a Anne Igartiburu rezando.

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