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Columna
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Palabra de honor

Josep Ramoneda

Una mayoría de los cuadros y militantes de Convergència han vivido siempre con incomodidad la alianza del nacionalismo catalán con el PP. Desde el pacto del Majestic, no han cesado los ruidos de fronda en el seno del partido de Pujol. El presidente ha conseguido sofocarlos pero nunca apagarlos del todo. Durante los primeros cuatro años, con el PP sin mayoría absoluta, el argumento pragmático de la capacidad de ejercer influencia en Madrid y de evitar con su voto que el PP se fuera a los extremos, bastó para acallar las voces críticas. Las peculiaridades del sistema electoral y el mito pospolítico de la gobernabilidad dan a Convergència una situación privilegiada en el parlamento español que le permite ganar siempre salvo que uno de los dos grandes partidos estatales tenga mayoría absoluta. PP y PSOE se alternan pero Convergència i Unió sigue allí para dar una mano a quien lo necesite. La mayoría absoluta del PP -combinada con la carencia de mayoría absoluta de CiU en el Parlamento catalán- cambió el papel de Convergència: de apoyo imprescindible a rehén. Y como es sabido, el rehén negocia siempre en pésimas condiciones: es el que paga.

En este escenario la frustración del cuadro medio convergente no ha dejado de crecer. Muchos de ellos viven con resentimiento el espectáculo del nacionalismo catalán entregado a una política de pura resistencia parlamentaria. El PP se cobra cuotas clientelares en los presupuestos catalanes, CiU ha llegado a apoyar en Madrid leyes contrarias a otras aprobadas anteriormente en Cataluña, y así sucesivamente. Lo poco que han recibido a cambio ha sido el apoyo parlamentario del PP para evitar la investigación en temas de corrupción, en justa correspondencia con lo que CiU ha hecho en el parlamento español. El PP, interesado en que la alianza tome hechuras de compromiso indefinido, ha hecho todo lo posible para fijar la foto de pareja, y Pujol no siempre ha podido escabullirse.

Para contrarrestar el malestar de sus militantes, los dirigentes nacionalistas han hecho circular un argumento: el pacto con el PP es problema para los militantes, pero no para las bases electorales de CiU, que ya lo han asumido como un síntoma de normalidad. Puede que sea cierto -al fin y al cabo a quien demonizó al PP corresponde blanquearlo-, aunque cabe preguntarse si la importante desmovilización del electorado convergente en las elecciones autonómicas de 1999 no tenía que ver con esta alianza. El elogio de la indiferencia es un triste recurso argumental que no ha podido evitar que por fin los cuadros del partido estallaran. Y lo han hecho con la ley de partidos políticos. Pujol y Mas han tenido que aceptar la revolución de los cuadros. Aunque como siempre Pujol se ha guardado la última palabra, porque sabe que Aznar no se lo va a poner fácil. Dicen los dirigentes convergentes que en ninguna otra ley han recibido tantas presiones del Gobierno y del PSOE, que no quiere quedarse sólo en el apoyo al PP. Al final, y me gustaría equivocarme, PSOE y CiU van a votar junto con el PP, dando por buenas las modificaciones que éste aceptará.

El principal problema de esta ley no es que sirva para ilegalizar a Batasuna. Esta ilegalización es el motivo por el que se ha hecho la ley (primer disparate: hacer una ley para un objetivo concreto) y puede tener efectos políticos graves, como la recuperación de la unidad del radicalismo abertzale en un momento en que había sufrido una gravísima derrota política. Con todo, no es esto lo básico. Ni tampoco hay que hacerse demasiadas fantasías sobre el día posterior a la ilegalización: ni será tan terrible como algunos dicen, ni será la solución definitiva, como dice Aznar. El problema de la ley es que rompe el criterio de amplia libertad en la aceptación de los partidos políticos -que son constitucionalmente el vehículo principal de participación política- y, por tanto, restringe sustancialmente el ámbito de lo posible en la democracia española. Y esto es grave. Porque independientemente del destino de Batasuna, la ley existirá y estará vigente. ¿Quién garantiza que no se utilizará contra un partido que proponga el ejercicio de la autodeterminación, o que se defina como republicano o como independentista, incluso, que promueva una huelga general? Aunque parezca mentira, todos estos supuestos cabrían en una interpretación del actual borrador del texto.

Los cuadros de CiU han escogido bien el tema para su revuelta, aunque han creado una incómoda situación a sus dirigentes, que han tenido que aprovecharse de una ligereza de Maragall -delegar cualquier decisión en este tema en la dirección del PSOE- para salvar, momentáneamente, la cara. Es una ley demasiado importante para desentenderse de ella. Una ley que en la actual coyuntura europea -con todos los síntomas de crisis política que los principales países están emitiendo- puede convertirse en clave para el futuro.

¿Cómo hay que afrontar el futuro? ¿Asumiendo vergonzantemente la agenda de la extrema derecha: seguridad, inmigración y frenazo a Europa? En esto Aznar lleva ventaja, porque puede decir que él ya lo hizo antes de que Berlusconi, Le Pen y compañía dieran el susto. ¿O entendiendo que el abuso del consenso, las alianzas entre contrarios más allá de lo razonable, y la sensación de casta cerrada que arregla sus problemas en familia están teniendo costes altísimos para la imagen de la política? La ley de partidos podía ser una magnífica oportunidad para que el PSOE explicara en qué se diferencia su modo de entender la democracia. Y para que CiU demostrara que su alianza tiene límites. Pero lo que pesa en el modo actual de hacer política -éste que está mereciendo el malestar de la ciudadanía- es la promesa inmediata de votos. Y las encuestas dicen que en España, el 65% de los ciudadanos están a favor de la ilegalización de Batasuna. Para satisfacerles el PSOE -como el PP- piensa que es mejor el ruido de una ley aparatosa -y llena de riesgos- y con los efectos no deseados que pueda originar, que explicar a la ciudadanía que con la aplicación de los instrumentos legales disponibles se puede hacer tanto o más daño a Batasuna y a ETA sin necesidad de recortar el espacio de lo ideológicamente posible. Y CiU, aunque en Cataluña el apoyo a la ilegalización de Batasuna es menor, hará cierto ruido y pocos cambios, para aprobar la ley, por exigencia de su socio, bajo la palabra de honor de que sólo se utilizará contra Batasuna. ¿Qué es la palabra de honor en política? ¿A quién se reclamará su vigencia dentro de dos años cuando Aznar ya no esté ahí?

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