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Columna
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El abrazo de Sharon y Arafat

He visto la foto que podría ser ganadora del próximo Premio Pullitzer. El hombre, un suicida palestino, yace en el suelo: parte de su carga ha explotado y le ha dejado malherido. La loable tarea del robot israelí que aferra su brazo con su pinza mecánica articulada es la de hacer estallar el resto de explosivos pegados al hombre, que no ha muerto, en un lugar alejado de la carretera. El hombre trata en vano de desembarazarse del brazo mecánico que lo arrastra por el asfalto hacia su propio fin. Y ahí se acaba la historia. ¿Explotó, o sobrevivió el palestino? El pie de foto no lo aclara, y nos deja, una vez más, en la duda. ¿Se rompió el robot? Al precio que están los robots, y con lo poco que vale la vida de un palestino, el canje no es justo, hablando en términos estrictamente económico-militares y siempre desde un punto de vista israelí.

El enorme contraste entre carne y cables, metal y sangre, queda patente en este documento del siglo como un retrato del palestino de hoy y de su antagonista israelí -aunque en este caso sea un robot desactivador- posando para la foto de familia. Así, el verdugo se convierte en víctima, y la víctima en verdugo, ambos unidos en la tragedia sucia de la guerra sin que la balanza parezca inclinarse a uno u otro lado. ¿Qué diferencia a un robot asesino de una bomba andante? A eso, por lo visto, tienen que responder ambos, el palestino y el robot.

El suicidio contemplado como una obra de arte es una vieja idea que adopta nuevas formas, allana el camino que va de una vida de vergüenza a una muerte de héroe, y los que dirigen el cotarro utilizan niños, jóvenes, y mujeres, incluso embarazadas, a todo aquel que pueda colocarse unas pastillas de explosivo pegadas a su cuerpo y despedazarse por Palestina. Cabría preguntar a los que preparan ideológicamente a los suicidas por qué no se suicidan ellos mismos, aunque seguramente la cosa va de jerarquías y desesperación, y aquí según los expertos se suicida el que más ha perdido, o el menos útil a la causa, o simplemente el que tiene una mancha que borrar, o el que siempre ha querido ser algo más, en una vida y en la otra. Los animadores al suicidio son los más abyectos directores de este teatro de las inmolaciones destinadas a masacrar a otros. Se pone en duda, más que nunca, el propio concepto de heroísmo. ¿Son, realmente, héroes los héroes? ¿O son los héroes unos hijos de puta?

La guerra es uno de los sueños de la razón, probablemente una de sus pesadillas más atroces, y como tal, produce sus propios monstruos, a los que nos acostumbramos, mal que nos pese, y llegamos a verlos tan familiares que hasta podemos ensalzarlos en un momento de confusión. Los vídeos de los suicidas explicando sus razones y proclamando su fe en Alá pueden resultar conmovedores. Están desesperados. ¿Justifican las muertes de inocentes, siempre esos malditos inocentes que emborronan las causas, que empañan el mensaje, que desenfocan el objetivo?

Todos ellos, familiares de suicidas, familiares de víctimas -víctimas colaterales de los radicales de ambos bandos- civiles en su mayoría, sobreviven en el ojo del huracán, en el avispero, donde apuntan todas las armas y las cámaras, donde brazos visibles e invisibles de la diplomacia y quizás el espionaje parecen hacer aspavientos al aire como desorientados vuelos de mosca. Mientras tanto algunos cerebros, expertos en colocar una guindilla tras otra en el culo israelí, continúan convenciendo a otros para que filmen un vídeo declarando su confianza en un paraíso de los mártires. Luego les ayudan a conseguir el explosivo, e incluso tal vez, quién sabe, a adherirlo a su cuerpo, y, por qué no, un tanto consternados, envían a su amigo o a su amiga a la muerte, después de asegurarles que pronto, sí, pronto, se verán de nuevo, en ese lugar donde la leche de cabra brota de los montes, donde el zumo de naranja forma bonitos arroyos y cascadas con arco iris, donde de los árboles crecen dulces y kif, donde un hombre puede tener mil vírgenes -de la recompensa sexual de las mártires hembras no hay constancia- y se disfruta eternamente en la compañía de Alá, que le felicita a uno por haberse cargado a un número indeterminado de seres humanos, cosa que es a todas luces encomiable.

En fin, el suicidio como obra de arte es difícil de abordar objetivamente cuando se trata de heroísmo. Lo único previsible es que, refiriéndonos a un hipotético encuentro entre Sharon y Arafat bajo la tutela americana, bastaría con que Arafat exclamase: '¡Hombre, Sharon, un abrazo!', para que todo el mundo pusiese cuerpo a tierra, por si explotasen los dos juntos.

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