Los mitos de la memoria
Recuerdo muy bien el primer y el último combate, con el título de los pesos pesados en juego, de Cassius Clay, llamado luego Muhammad Ali tras su conversión al islamismo. El último combate lo recuerdo porque asistí a él en Los Ángeles, cerca de donde residía yo entonces, al inicio de la década de 1980. Ya no me gustaba el boxeo como antes, pero me sentía en deuda con lo que Cassius Clay representaba en mi memoria. Perdió, y miles de personas -casi todas de raza negra- abandonaron llorando el escenario del combate.
Yo no lloré, pero mientras escapaba de la multitud transcurrieron por la pantalla, vertiginosamente, escenas de lo que había sido el mundo durante casi dos décadas de mi vida. Como rememora la recientemente estrenada película Alí, de Michael Mann, la trayectoria pública de Cassius Clay incorporó casi siempre acontecimientos de alcance colectivo, un extraño destino o una extraña forma de hacerse portavoz del destino: aquel último combate anunciaba la retirada de quien, para asombro de muchos, había sido un consumado especialista en el arte de convertir las derrotas en victorias.
Ave fénix histriónico y vociferante, Ali, el Loco de Louisville, había sido dado por perdido y había resurgido en diversas ocasiones. Su peor momento coincidió con la desposesión del título, consecuencia de su negativa a participar en la guerra de Vietnam. La imagen de Cassius Clay, ya Muhammad Ali, se mezclaba en mi memoria con otras imágenes tumultuosas: las de los manifestantes antibélicos, las de los atletas negros levantando los puños en los podios olímpicos, las de las calles repletas de cánticos y violencia. Transformado en traidor por la derecha norteamericana, no sé hasta qué punto Ali era consciente de su simbolismo como héroe radical, aunque lo cierto es que, contra su actitud habitual, mostró una rara seriedad y contención frente a sus acusadores.
No obstante, se tomó cumplida revancha unos años después cuando en 1974 -finalizando casi ya, por tanto, la guerra de Vietnam- reclamó la atención del mundo para vencer en Kinshasa, la capital del Congo, al gigantesco Georges Foreman y recuperar así el título de los pesos pesados. Norman Mailer, que viajó para la ocasión a África, ha narrado en su libro El combate las circunstancias que rodearon la pelea quizá más famosa de la historia del boxeo.
Las multitudes de Kinshasa en el entonces Zaire del sanguinario Mobutu saludaban a Ali no como el campeón de un deporte, sino como el héroe liberador de los africanos. Y el destinatario de estos elogios parecía más frenético y más seguro de sí mismo que nunca. Todo, sin embargo, apuntaba en su contra y las apuestas señalaban claramente a Foreman, un gran boxeador de otra parte, como el indiscutible favorito. El propio Mailer apunta en su libro que el optimismo público de Ali encajaba poco con el pesimismo de su entorno.
Pero venció, cambiando de nuevo el rumbo de las cosas. Los primeros asaltos favorecieron a Foreman, más joven y más preparado que Ali. El baile de piernas de éste, legendario antes, era lento, plúmbeo, incapaz de sustraerse al constante acorralamiento al que le sometían los puños de su oponente. No obstante, cuando la suerte parecía ya echada Ali derribó fulminantemente a Foreman y se hizo con el combate ante el delirio de los espectadores que llenaban el estadio de Kinshasa. Norman Mailer escribe que jamás había visto una explosión de júbilo como la que se produjo en la noche africana. A mí también me emocionó la noticia cuando la leí en los periódicos del día siguiente.
Pese a todo, no me habría desplazado a Los Ángeles para contemplar el último combate de Muhammad Ali si no hubiera querido rendir homenaje al recuerdo de su primer combate, aquel en el que, también inesperadamente, siendo todavía Cassius Clay, noqueó al imponente Sonny Liston. Por razones olvidadas -acaso porque la reciente muerte de Kennedy había despertado nuestro interés-, aquella pelea había suscitado pasiones en mi escuela y había dividido en dos bandos a unos niños que se hacían adolescentes. Escuché la información de la victoria de Cassius Clay una mañana en que trabajosamente trataba de afeitarme una barba todavía inexistente.
Me apropié de ella para construirme otro mito que, en cierto modo, sigue perdurando en la memoria. No es fácil extirpar este tipo de mitos y ni siquiera creo que sea aconsejable. Es muy probable que los mitos de la memoria, aquellos que cada uno ha ido conformando en una etapa decisiva de su vida, actúen en nosotros al igual que los mitos de las distintas tradiciones históricas: como referentes y como espejismos, como identidades y como sueños. Pero si los mitos colectivos pueden ser descifrados y revocados por saludables interpretaciones críticas, los mitos de la memoria individuales están tan incrustados en los fondos de nuestra conciencia que nunca lograremos arrancarlos, por más que la razón o la edad parezcan alejarnos de ellos.
Tampoco hace falta hacerlo si queremos conservar el ancla que nos une a ese momento iniciático en que el niño es arrastrado a contemplarse, en el futuro, como hombre. Cada uno tiene, desde luego, una galería personal e intraspasable de esos mitos de la memoria que seguramente dejan de brotar con el pleno acceso a la madurez.
En mi caso, Cassius Clay -más que Muhammad Ali- se coló, acaso el último, en la galería. Allí ya estaban, revueltos en la espontaneidad del mito -¿quién pone orden en el placer de la memoria?-, Lawrence de Arabia cruzando el desierto hacia Akaba, Edmund Hillary alcanzando la cumbre del Everest o Yuri Gagarin volando hacia el espacio y deleitándose, el pionero, con el horizonte curvado de la Tierra.
Y, por supuesto, el recientemente fallecido Thor Heyerdahl, cuya aventura en la Kon-Tiki era, además, envuelto en una reluciente sobrecubierta amarilla, mi primer libro.
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