¿La ciudad?
Igual que la semana anterior y como las otras y puentes en días de fiestas, '¡vamos al pueblo, a la playa, al chalet, a la sierra, a la pequeña ciudad! Se sueña con un rincón hogareño de corazón más abierto, más tierno en busca de tranquilidad'.
Es de necesidad el abandonar la ciudad. Días seguidos, meses, pisando el mismo asfalto seco, viendo en la oficina, en el trabajo, las mismas caras con las mismas charlas, el mismo ruido, el mismo metro, el mismo autobús. 'Demasiados mismos mismísimos antojados aburridísimos' convertidos en 'demasiadas necesidades acumuladas'.
Algo, o mucho, debe rondar cuando cuerpo, alma y espíritu suplican al unísono un cambio, un descanso, un alivio. Si estas ciudades-monstruo posibilitan facilidades insospechadas, no menos se hacen cómplices de incalculables, misteriosos problemas de no fácil solución.
Una extraña, real presencia de rostros cansados, agotados, sin expresión lúcida, envuelve, carcome, asedia en tantos ojos reflejados. Un runrún marchante de locura, neurastenia, anorexia, esquizofrenia, depresión... ¡Son incontables los humanos continuados frontalmente visibles! Enfermedades globales que fácilmente se detectan, se manifiestan. Solamente la depresión se encarama alrededor de un 6% de la población en España.
Yendo un día de estos últimos en el autobús, un estudiante decía a su compañero: 'En mi colegio hay un psicólogo. Dicen eso'. Y, encogiéndose de hombros igual que automático resorte, prosiguió: '¡Vaya elemento!'. Su amigo, dándole una palmada en la mano, lo celebró: '¡Eres todo un tío!'.
De la gente de al lado una sonrisa de asentimiento afloró. Personalmente no estoy en contra de estos especialistas y reconozco su trabajo en la amplia parcela en tratar de encauzar, dirigir, orientar tanto nervio y espíritu alterado. Mazazos de masa humana anónima, desconocida, en gigantesca, colosal ciudad, atosiga, ahoga, cansa. El tiempo, aunque contándolo, se escapa. No hay tiempo casi para nada. '¡Discúlpame!'. E, inquieto, mira el reloj: 'Me voy... ¡que no llego!'. La punta álgida de la prisa, del nerviosismo, pica demasiado alta llevando tal ritmo de vida. Y nos volvemos egoístas, incomunicados y aislados, inaguantables y caprichosos.
El pueblo, el campo, la naturaleza es, sin comparanza, otra cosa. Va mucho más allá. Nos habla en pentagrama de otras notas. Las gentes se conocen por sus nombres, apellidos, motes. Saludos de mano a mano, al hombro: '¡Hombre!', '¡mujer!'. Las 'islas' de la ciudad han retornado 'continentes' con hambre de normal comunicación. Se habla y escucha mejor a las gentes, a las cosas. La invitación, el chato de vino, se antoja hogareña. Las emociones y los sentimientos son resoplidos en jalea. La lumbre de la vida, en cuerpo, alma, espíritu, arde. ¡Se está apagando la tan pesada carga eléctrica de la ciudad! Todo es más humano, más natural, más hogareño y tierno como es el pan.
En el pueblo, el cielo se abre al universo. Los trabajados campos reviven solos, tranquilos, y a tiempo. Tan tranquilos y delicados se visten que un ligero vientecillo tiembla la planta, la hoja, la flor, la hierba. En la descansada, dormida tierra, la semilla nace, crece, madura, muere. Desaparece para volver a empezar de nuevo y siempre ir dando fruto y vida como el resucitar. El hombre retorna a la infancia sin que se dé cuenta. Las tardes, las mañanas, van al compás de las estaciones. Las noches no son sombras como son en la ciudad. ¿Y las estrellas? En el pueblo, las noches son... ¡estrellas! Cuando se va haciendo camino hacia el pueblo se va entonando alegría, paz. Una capa de tristeza parece envolver al volver a la ciudad.
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