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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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¡Qué bonito Felipe calladito!

El PSC no es el PSOE. Esta verdad incontestable ya la aprendimos tiempos ha, muy a pesar de esos orígenes oscuros que volatilizaron el PSC-Reagrupament y lo fusionaron en su homólogo español. Desde aquel aciago día -Lluís Llach, recuerdo, situaba justo aquí el inicio del éxito del pujolismo-, todos los peseceros que se precien se han excusado hablándonos de estructura federada, de autonomía de vuelo, de independencia. Y debe de ser cierto a juzgar por los comentarios sobre el PSC, y en concreto sobre Maragall, que he oído por esas tierras de PSOE auténtico. Recuerdo incluso un debatillo improvisado en la M-30 (la del Congreso) sobre Pasqual. Estaba servidora con dos diputados socialistas (humanamente magníficos, por cierto) y debatíamos la crisis de la izquierda y esas pequeñas cosas. Salió la palabra Maragall y a partir de ahí me convertí en espectadora de un debate encarnizado entre sus dos compañeros de partido, uno convencido de la inteligencia del líder catalán y el otro convencido de la perfidia de su estilo 'por libre'. Decir que el primero se ha convertido en un altísimo cargo de la época de Rodríguez Zapatero y que el segundo ibarreaba..., supongo que es decir algo... Sea como sea, y a pesar de las interferencias, las dependencias -que son más que menos-, los bochornosos espectáculos de según qué votos sumisos y etcétera, sería faltar a la verdad no reconocer la naturaleza genuina del PSC respecto a lo global socialista. En la cuestión vasca, por ejemplo, la actitud de Maragall es un manual de palabra oportuna y comprometida, y alguna vez hemos dicho que a lo español y a lo vasco les sobra el exceso Ortega-Unamuno y les falta un poco de Maragall, también en versión abuelo. La tradición democrática catalana -que Ernest Lluch encarnó con notable precisión- tendría que conquistar esa España de exceso verbal y tentación cuerpo a cuerpo. Dicho lo cual voy a la intención de mi artículo, que me lleva a derroteros para mí tan extraños -biografía en mano- como la exaltación de la figura política de Narcís Serra.

El PSC no es el PSOE. Debe de ser por ello que Narcís Serra no es Felipe González, especialmente en cuanto al dominio de palabras y silencios. ¿Se imaginan ustedes al histórico político usando su alargada sombra para tutelar, reñir y hasta censurar a los nuevos líderes de su partido? ¿Se lo imaginan controlando a los Montilla, a los Corbacho, o directamente al propio Pasqual? Dicen que la categoría de un político se mide por su estilo en la jubilación, y si ese es el caso, Serra ha sabido gestionar su ausencia con nota muy alta. Quizá como Suárez en su momento. En todo caso, el mutis discreto y elegante de Serra, después de haber tenido un poder y un protagonismo bárbaros, resulta políticamente ejemplar. Digamos ahora una obviedad: no es el caso de Felipe González. Lo protagonizado por él en la presentación del libro de Gonzalo López Alba, titulado justamente El relevo, se parece tanto a una pataleta de jubilación mal digerida que cuesta analizarlo en términos más fríos. Y no sólo por el desliz -ahora medio matizado-, sino por la acumulación de deslices que se ha permitido Felipe desde que dejó de capitanear el mundo. Probablemente la cosa es psicológicamente explicable: demasiado joven para todo, incluso para la jubilación, demasiado lleno de ideas, demasiado fuerte de carácter, demasiado lenguaraz, 'demasiado desparpajo' dicen que ha dicho Montilla. Pero ese demasiado que define al Felipe actual puede que sea humanamente comprensible, pero no es políticamente aceptable. Y eso que la política está llena de líderes absolutos cuya tranquilidad del ego pasa por dejar el desierto detrás de ellos. Cual De Gaulle de la izquierda, cual reina Isabel puteando al pobre príncipe eterno condenado a vestir santos, Felipe también actúa como el viejo empresario que no da firma en el banco al heredero ni cuando está de cuerpo presente. Le cuesta darse cuenta de que su tiempo ya no es este tiempo, aunque podría hacer mucho por este tiempo. Por ejemplo, reflexionar sobre sus propios errores y explicarnos por qué la izquierda ha dejado de ser creíble o ha dejado de dirigir los grandes procesos históricos. Por qué han desaparecido los políticos y han conquistado el terreno los gestores. Por qué la política se ha adelgazado hasta la anorexia, tan dramáticamente delgada que ya no es el terreno cómplice donde encontrarnos. Analizar los errores de un pasado que nos ha dejado en los huesos las ideas de cambio y que ahora, desierta la realidad de futuro, ésta se puebla de fantasmas. Si los Le Pen son la cara de la bestia, ¿no es esa cara nuestro rostro de Dorian Gray en el espejo? ¿No nacen los demonios de los errores de los ángeles? Felipe podría hacer tanto por ayudarnos a entender en qué nos equivocamos y por dónde tenemos que reinventarnos, que una no puede sino escandalizarse cuando lo vemos ahí, chulesco en su exilio mal llevado, cual celador de los nuevos, dispuesto a continuar convirtiendo a la izquierda en una estructura endogámica que sólo interesa como crónica social. Y aún. ¿Cómo puede hablar de desierto actual de ideas, él, que secó las fuentes que tanto manaban? ¿Ninguna responsabilidad, compañero? Su silencio habría sido sabio. Pero si hay que poner palabras, lo último que una espera es que sean de rencor, colocando piedras en el dificultoso camino que intentan los sucesores, riñendo al personal cual maestro de escuela.

¡Qué mal ver a grandes líderes del pasado llevando a cuestas una realidad que no aceptan! ¡Qué mal su verbo a destiempo! ¡Qué mal no poner verbo crítico al que fue su tiempo! La izquierda de hoy, Felipe, intenta reconstruir los pedazos de un pasado que fue tan glorioso como mísero, e intenta entender el presente. En ese doble intento, lo peor que puede pasar es que el pasado se aproveche del desconcierto para reencarnarse. En fin. ¡Qué mal lo dicho por Felipe! ¡Qué bien lo callado por Serra!

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