No es el peor recuerdo
No es el peor recuerdo de cuando trabajaba en Correos, pero sí aparece como uno de los más desapacibles porque tenía la certeza de que los miembros de aquella familia sospechaban que yo era incapaz de responder positivamente a la áspera belleza de la piel de la vida, que desconocía el placer de poner el dedo en las testarudas verdades ante las que el asco y la repugnancia resultan impotentes: cuando les entregaba el paquete certificado que regularmente llegaba desde el pueblo granadino de donde habían emigrado, con los bordes despegados por los churretes de grasa y con un tufo que permitía especular acerca del estado de la morcilla, el chorizo, el queso o lo que fuere, según la temporada, que se descomponía dentro del embalaje, yo me sentía muy lejos tanto del gracejo de unas palabras que me era imposible comprender y celebrar, como de los objetos ornamentales colgados en el recibidor -vírgenes de plástico, santuarios de yeso, fotos camperas, jarros y botijos que recordaban a otros pueblos, toros y toreros de cualquier feria, encapuchados reproduciendo una perpetua procesión, banderines de la Feria de Abril de Sevilla- que me mareaban mientras alguien de la familia, sin cesar su parloteo espontáneo, informal, relajado y ruidoso, firmaba ('estampaba una rúbrica', decían todos) con precaria caligrafía en el libro de certificados.
Feria de Abril. El cronista se pasea, botellín de agua en mano, y estudia modelos de masculinidad...
No es el peor recuerdo que conservo de mi paso por Correos, pero la imagen de aquella familia, la silenciosa melancolía hacia su tierra natal, su opresivo recibidor, la inaprensible velocidad verbal y la indescifrable pronunciación de su habla, estuvieron presentes en mi memoria la noche del sábado, mientras recorría el trazado de las calles artificiales del recinto y observaba las casetas alineadas de este monumento anual a la nostalgia andaluza que es la Feria de Abril catalana. No hay que ser ningún antropólogo para concluir que el objetivo de la fiesta se halla lejos de la excusa inicial que originó su modelo, la Feria de Abril sevillana, un mercado para agricultores y ganaderos nacido a mediados del siglo XIX, y muy cerca de la intención etílica de cualquier acontecimiento festivo, y dudo de que alguien de los allí presentes tuviera palabras amables hacia la subsistencia rural de sus antepasados, hacia un terruño incivilizado, duro y sucio que se debe trabajar con gran esfuerzo. Y mientras lamentaba que la primera visita a un evento de estas características coincidiera con mi recién estrenada militancia en la abstemia, temeroso de que se me acusara de un comportamiento antisocial, que la gente parada en la barra de los bares de las diferentes casetas que frecuentaba, en plena juerga o jarana y progresivamente animándose con su propio cachondeo, interpretara mi botellín de agua en la mano como una provocación, decidí distraerme buscando los estereotipos que me salían al paso allí donde pusiera la vista, los lugares comunes que marcaban el comportamiento formal de la sociabilidad masculina.
Después de deambular entre los grupos incalculables que se arracimaban alrededor de las casetas, después de oír fragmentos de conversaciones infinitas, me declaré competente para establecer que lo que guiaba los rituales de la masculinidad en el recinto de la feria se dividía en tres grupos: el uso institucionalizado del alcohol, la batalla de los sexos y el aplauso de la gracia. La esencia de la ebriedad que se buscaba con ahínco era la nostalgia al recordar el pasado, cuando eran solteros y todavía no tenían que preocuparse por sus mujeres, sus suegras y sus hijos. Algunas veces, lo que se escuchaba pertenecía sin duda a lo que alguien del lobby feminista llamaría una 'imagen negativa de la feminidad'. No sé si lo memoricé bien, pero los versos que un hombre cantaba a otros dos creo que decían así: 'El amor de la mujer / es como el de la gallina, / que en faltándole su gallo / a cualquier otro se arrima'. Finalmente, presencié una muestra del mecanismo del agresivo sentido del humor que reinaba en la fiesta cuando un hombre con una camisa llena de lamparones perdió la calma y, al no aceptar el pique burlesco de uno de sus compañeros de copeo, le propinó un empujón demasiado fuerte y le envió contra otro grupo al tiempo que el vaso de vino se derramaba encima de un niño: el mismo silencio que estalló guardaba silencio a sí mismo, y se impuso entre las palmas, el cante, el guitarreo y las otras flamenquerías que llegaban por doquier. Nada violento sucedió, sólo la vergüenza de haber roto el encanto caldeado del ambiente con una broma pesada, la desaparición de la gracia, de las fanfarronadas y las payasadas, pero también de la etiqueta estricta del beber.
Un camarero chato y bajo de estatura, que hacía caso omiso a las múltiples peticiones de un cliente que, con la cara roja y los ojos desorbitados, quería algo, según aúllaba a mi lado, 'para limpiarse la garganta', explicaba a una mujer que parecía un hombre feo lo que dijo Alfonso Guerra cuando apareció en el recinto de la Feria de Abril, en Barberà, y subió a la tarima de las personalidades para encorajar la vida difícil de los nostálgicos: 'He venido de Sevilla para traeros el olor de la flor de azahar'. En este punto cifré el sentido de lo que me rodeaba. No es el peor recuerdo de aquellas horas, porque al final acerté, y una mujer misericordiosa tuvo que intervenir a favor mío en la disputa acalorada que había propiciado mi negativa a tomar una copa de vino con unos desconocidos. No es el peor recuerdo, pero tuve la certeza de que el estilo andaluz para enaltecer la áspera belleza de la vida, para combatir lealmente a favor de las verdades testarudas de la vida (la alegría del ruido, el duende de la relajación, la informalidad, la gracia espontánea) no coincide exactamente con mis preocupaciones.
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