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Columna
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En la Feria de Abril

El pasado fin de semana visité la Feria de Abril catalana. Un embudo en la salida 24 del Cinturón Litoral retrasó mi entrada unos 40 minutos. El colapso era extremo, los coches se apretujaban avanzando en triple o cuádruple fila, pitándose unos a otros, colándose, complicando todavía más el desguace de la paralizada caravana. Una estridente ambulancia avanzó, no pude entender cómo, rozando los muros de cemento, por una ínfima calzada peatonal. Estábamos como sardinas bailando en el interior de una lata. Parecía que el embudo iba a explotar. Pero no explotó nada. De repente el caos se deshinchó y, como un ejército vencido de tortugas, parando y avanzando tediosamente, conseguimos llegar por fin a la superficie. Iba a ser imposible aparcar, pensé al ver cómo los vehículos ocupaban cualquier ínfimo agujero y todas las aceras. Pero unos carteles amarillos nos guiaron hasta un emporio comercial recientemente inaugurado. Descendí, como quien resbala por un tobogán, al tercer piso del aparcamiento subterráneo. Por sus enormes dimensiones, parecía el vientre de la ballena de Jonás. Y no fue, en verdad, nada fácil salir de allí: unas parejas de edad provecta iban dando tumbos sin encontrar la salida. Por sus risas y bromas en cerrado catalán, parecían haber encontrado ya su primera diversión ferial. De nuevo en la superficie, una riada humana me llevó en volandas hasta el recinto de la feria, que olía a brisa marina, pero también a churros y a pinchos especiados.

El recinto estaba lleno hasta los topes. Gente de toda clase y condición. Niños y abuelos, gitanos y payos, foclóricos y modernos, obesos, anoréxicos, engominados, patilleros, pastilleros, chicas en versión Chenoa y en versión Rosa de España, progres, barbudos, rubiales rizados a lo Bisbal y morenitos de estilo Bustamante. Morenazas y mechadas, matronas de Cornellà o Cerdanyola arrastrando maridos insignificantes, maridos rumbosos arrastrando hieráticas rubias que parecían proceder de Pedralbes o Sant Cugat, pero que a lo mejor también eran de Cerdanyola o Cornellà. Abundaban, en fin, los grupos o parejas convencionales. Y los tipos como recién salidos del pasado: envueltos en ropas actuales, con traje o chaquetas de napa, pero con el mismo rostro que traía el abuelo, 50 años atrás, cuando, procedente de Córdoba o Jaén, apareció en la estación de Francia con su maleta de fieltro en la mano. Formaban una masa móvil que daba vueltas, no alrededor de una piedra sagrada, como en la Meca, sino alrededor de sí misma, como autista.

Curioseé de caseta en caseta. La del PP me pareció desangelada; la de CiU contaba con el flamenco de mayor postín; la del PSC aparentaba ser la más moderna (y allí estaba Josep M. Sala marcándose unas sevillanas con estilo minimalista). Yo escogí, por el nombre, la de 'Andalucía y Cataluña'. No sin esfuerzo y paciencia, conseguí hacerme con unos chocos y unas patatas bravas (que sabían a patatas congeladas). Hice los honores al Jerez, un vino mineral. Fresquito, pasa como el agua, aunque deja a la mañana siguiente, si uno realmente lo ha confundido con ella, una migraña contumaz. Se oían diversas lenguas. Castellano con deje andaluz, lógicamente, pero también bastante catalán e inglés. El tipo de aspecto hindú que vendía rosas no hablaba. Le invité a un fino, se lo tragó de un sorbo y se marchó regalándome una sonrisa luminosa y muda. Admiré encantado la escenográfica actuación de unos grupos infantiles que, con el porte muy serio y una técnica depurada, desarrollaron diversos cuadros flamencos. La extrema seriedad de aquellos niños (una seriedad litúrgica) me recordó la de los grupos sardanistas militantes, que abusan del rizo académico y, más que disfrutar con el baile, parecen sufrir. ¿Para qué sirve un baile, si no es para disfrutarlo? Los bailes y las tradiciones -me respondí- son como los huevos: sirven para ligar la mahonesa de la identidad. De repente, sonó la música enlatada: country y marchosos ritmos latinos. Una explosión juvenil barrió de la caseta el clima litúrgico. También a la feria ha llegado la globalización.

La alegría festiva no es la menor de las virtudes que aportaron al encorsetado país catalán los emigrantes andaluces. Lo pasé muy bien en la feria: la alegría es contagiosa. No es mi mundo, pero lo es de muchos de mis vecinos. Seducido por una pegadiza melodía, entré en otra caseta. Todos allí cantaban o palmeaban. El cantante, alborozado y feliz, remató su actuación con un '¡viva la Virgen del Rocío!' que la masa respondió de manera emotiva y radical. Mi piel se erizó. Era el sábado 27, día de la Virgen de Montserrat. Me pregunté qué pasaría si, en un aplec catalanista, un cantante del tipo Núria Feliu gritara 'visca la Moreneta!'. Dos reacciones paralelas se producirían. Una de simpatía y afecto; otra de crítica y mordacidad. Lo genuinamente catalán produce, en su propio seno, afecto y desapego, devoción y sarcasmo. No así el mundo andaluz, empeñado en dar festivas vueltas sagradas a unos valores y a unos símbolos que siguen mezclando religión, folclore e identidad. El entorno de la feria no puede ser más contemporáneo: colapso circulatorio, globalización musical, sospechas alimentarias; pero sus valores y su estética siguen apegados a un ruralismo lejano en el tiempo y el espacio. Discretamente separados por el cristal de la indiferencia, el componente andaluz y catalán coexisten aquí sin peleas, pero también sin afectos. Francia demuestra hoy que la confederación de culturas en un mismo territorio es una bomba de relojería. ¿Cómo no va ser problemático el futuro, si en el pasado no hemos sabido construir más que paredes de cristal para vernos sin tocarnos? Es necesario que aparezca una corriente renovadora en el andalucismo cultural catalán. Y que establezca lazos con su homóloga catalanista. Son necesarios los dos brazos para abrir de una vez por todas la ventana. Tiene que correr el aire entre estos vecinos distantes. Va siendo hora ya de respirar el oxígeno del afecto y de la deferencia.

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