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Columna
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Algo que ver en Vitoria

No existe realmente el Arte. Tan solo hay artistas. Así arranca un conocido y divulgado libro de historia del arte (E. H. Gombrich). Hubo quien lo creyó así con sinceridad o cinismo, tanto da, y hacia 1917 llamó Urinario a un urinario y lo expuso en una sala de arte como obra propia (Marcel Duchamp). Era un ready-made (lo-ya-hecho), y con ello alcanzó gran notoriedad y prestigio entre los artistas, no tanto entre un público no esnob. Luego, un tal Joseph Beuys se puso a explicar un cuadro a una liebre muerta y llamó Los Alpes a una caja con basura y una bandera suiza. Vinieron, posteriormente, las llamadas instalaciones y las ocurrentes performances; se desarrolló el arte cinético y la nueva abstracción (efectos visuales y luz fluorescente), el body-art (casquería y sangre), el arte conceptual (carteles anunciadores pelín pedantes), el pop-art y otras artes que a uno le dejaban frío. Uno llegó a creer que, en efecto, 'si no fuera por las subvenciones estatales, el arte y la religión ocuparían un territorio similar al de la filatelia' (Félix de Azúa).

Sin embargo, era problemático exteriorizarlo. Después de todo, existía la convicción de que los artistas, en todos los tiempos, representaban la avanzada del futuro. Uno, en su ingenuidad, creía (y cree) que arte, haberlo, haylo. Que se trata de algo tan superlativamente bien hecho y tan sugerente que excita los sentidos y la razón humanas. Que está hecho, además, por manos expertas, artesanales, según técnicas elaboradas al alcance sólo de unos pocos. Que no existe eso que se llama 'espíritu de los tiempos'. Lo bueno cuenta siempre. Uno ha disfrutado en el Rijksmuseum viendo a Vermeer y la pintura flamenca, o a Velázquez o Goya siempre. Pero está también prendado de Robert Motherwel y del expresionismo abstracto (no de Pollock). Y, desde luego, de Anselm Kiefer (lo pudieron ver ustedes en el Guggy, con sala dedicada a él, sus masas y texturas, su narrativa crítica no retórica, su pasión), y en general del neoexpresionismo alemán. Y tiene al tiempo en la retina el Conejo desollado de Antonio López y su plato de duralex, las maderas pigmentadas de Lucio Muñoz y también lo hecho por Miquel Barceló. Uno no es crítico, es un simple mirón.

Y en esto se anuncia la apertura del Artium, Museo de Arte Contemporáneo. Uno, como se ve, tiene ciertas prevenciones contra esa rama nacida a partir de la heterodoxia de Duchamp. El Guggy no ayudaba. Ese laberinto instalado (apto para párvulos), esa cosa luminosa a su entrada (conceptual-cinética) y sus montajes de vídeo, desanimaban lo suyo. Y, para rematar, ese horror de exposición que atrae estos días tanta gente al Reina Sofía (Madrid): cuadros (?) de Warhol-Basquiat-Clemente. Lienzos garabateados y con el anagrama de la General Electric. Uno comprendía a quienes acostumbran a decir: 'eso mi nieto lo hace mejor'.

Pero el Artium cierto y verdadero es otra cosa. Le reconcilia a uno con el arte de sus coetáneos. La colección permanente la conocía ya uno y es magnífica. Pero es que, además, está perfectamente instalada. La temporal Melodrama juega con el kitsch de modo inteligente, es corrosiva y divertidamente irónica (si quieren reírse vean el pequeño video de Macleod) y sabe emplear los audiovisuales para crear climas emotivos (los mineros de Almond) y sugerentes. Las fotografías de La mirada ajena son memorables (quédense con Richard Avedon y su gente de Oklahoma). Y, finalmente, está ese divertimento popular y genial de los cañones de luz al cielo de Rafael Lozano-Hemmer: juego etéreo y espectacular que puede usted ir proponiendo desde su casa, sea usted de Abetxuko o Long Island con sólo acceder a Internet.

La arquitectura de J. L. Catón es soberbia, y quizá con el tiempo llegue uno a apreciar el valor de La mirada, ese gran faro a la entrada). El Reina Sofía es de baratillo, y sólo el IVAM de Valencia puede comparársele en su género (a favor del Artium). Si el Artium logra ubicarse en la amplia red de museos españoles (Prado, Thyssen, Guggenheim, IVAM), logrará movilizar al creciente turismo cultural del XXI (un acierto encajarlo en una ruta por el Casco Viejo). Ese debe ser el objetivo (y va bien).

Tiene usted, amigo, algo que ver en Vitoria.

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