Tapándose la nariz
Los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia han repercutido como un trauma en muchos ciudadanos europeos pero, seguramente, ha logrado una gran satisfacción entre los seguidores de Chirac y los millones de franceses que votaron a Le Pen sin moverse de las normas democráticas más estrictas. También debe de haber sido una satisfacción para buena parte de los italianos que dieron el triunfo a Berlusconi, para los israelíes que se lo dieron a Sharon y para los que van empujando con éxito la extrema derecha en Austria, Bélgica, Dinamarca, Holanda, todos ellos con el falso fervor de la democracia, convencidos de que este fervor tan bien instrumentado por la derecha tolerante, es lo más eficaz para hundirla y suplantarla. Pero muchos ciudadanos después de esa primera vuelta hemos sufrido un segundo trauma, tan grave como el primero, cuando nos hemos enterado de que los socialistas franceses, después de no haber sabido defender su identidad como partido de izquierda a lo largo de los últimos años con una política de incertidumbres conservadoras, han sugerido a su desmantelada clientela que en la segunda vuelta diesen el voto a Chirac, aunque sea 'tapándose la nariz'. Es decir, han pedido que en la confrontación entre las dos derechas apoyen a la que aparenta un gesto más democrático, al margen de identidades y de ideologías. Ante todo, salvar la apariencia de esa democracia, aunque sea con trampas.
Que la izquierda francesa pida ahora el voto para Chirac ni que sea 'tapándose la nariz' significa que ha perdido todo pudor ideológico. Estamos ante una grave crisis democrática
Esta decisión me parece gravísima, aunque haya sido recibida por franceses y no franceses con la resignación que corresponde al descrédito o al olvido de lo que habían sido las bases de la democracia. Imponer un voto radicalmente en contra de la presunta ideología del votante es invalidar el sistema o reconocer abiertamente que los partidos políticos no proponen al ciudadano ninguna ideología ni mantienen su identidad y que consideran el voto como un simple cataplasma de urgencia. Pero, además, proclamar a Chirac presidente con un elevado número de votos contra natura es promover irresponsablemente la ingobernabilidad del país en un escenario político falseado. El triunfo 'clamoroso' de Chirac -si se produce, como esperan todos los demócratas, es decir la buena gente de derechas- se explicará como la vuelta a la normalidad, alejados los peligros de un nuevo fascismo. Pero se habrá perdido la ocasión de aprovechar el trauma de manera positiva, golpeando las conciencias disipadas para reconocerlo como un síntoma más -esta vez, llamativo y fácilmente comprensible para todo el mundo- de la crisis general de la democracia, una crisis ya evidenciada en tantas contradicciones sin que nadie se disponga a remediarla porque sus propios defectos son los que alimentan la permanencia de los intereses bastardos.
No emprenderemos la tarea de repensar o rehacer la democracia, un tema crucial al que se refería este mismo periódico el pasado domingo con dos artículos de M. Herrero de Miñón y R. Vargas-Machuca Ortega y cuya lectura aconsejo a todo aquel que quiera tener conciencia de la gravedad de la situación. Estamos engañados por una democracia que ya no puede funcionar válidamente con el desequilibrio real de los poderes tradicionales sometidos a decisiones impuestas por unos mercados que no tienen nada que ver con la democracia, la ausencia de contenido político y de identidad en los partidos que se aferran al poder aunque sea ideológico, la ignorancia de las nuevas realidades sociales, el desprestigio de los funcionarios de la política, la corrupción inherente al sistema, las formas de representación y de participación tan equívocas que los procesos electorales suplantan a los objetivos políticos. Y, mientras tanto, el nuevo fascismo se prepara para sustituir otra vez la democracia convencido de que nadie la va a rehacer, a mejorar, sin tener que taparse la nariz.
Difuminar ese trauma es un error. Hay que clarificarlo y generalizarlo para poner en marcha urgentemente todas las armas en favor de la democracia, la nueva democracia que substituya ese vejestorio que soportamos. Los socialistas franceses habrían participado en esa tarea si hubiesen sabido recuperar su identidad y su ideología y, en vez de rajarse, habrían aconsejado que no se votase ni a Chirac ni a Le Pen. Quizás una masiva abstención habría explicado con mayor eficacia la dimensión del trauma.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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