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VISTO / OÍDO
Columna
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Espantapájaros

Los domingos reaparecen los temas de la semana en los monumentales periódicos, que los reservan para sus mejores nombres y desplazan a las figurillas de a diario. Volvió ayer Le Pen, y su miedo, ahora extendido a España, donde todos se preguntan si algo así podrá pasar. No: aquí no es necesario. El fascismo aparece cuando hay riesgo pronunciado de rojos. Aquí, la derecha normalita basta: o se acentúa un poco, como en Italia. No hay izquierda orgánica. En Francia pudieron suponer que era rojo el pobre Jospin y la derecha sacó a Le Pen de hábil manera para que la izquierda misma vote a la derecha 'democrática': antes Chirac que el fascismo. Antes Aznar, antes Berlusconi, que... ¿qué?

Aquí no hay amenaza de izquierda. Zapatero parece retratado en el artículo de Mario Vargas Llosa (domingo, claro: aquí) en el que cree que estos neofascismos, o retrofascismos, se deben a que la izquierda no se ha reformado en el sentido liberal de la palabra. Pienso, como siempre, lo contrario que el gran escritor, a quien admiro desde hace mil años hasta hoy por sus novelas. Creo que hay gentes que van al fascismo porque la izquierda sólo ofrece más yodo y tiritas para sus heridas profundas. Todos los fascismos fingen una revolución social y presentan unos culpables: los extranjeros, sean europeos o inmigrantes; el capital que no distribuye la riqueza. La falta de ideales grandes y profundos, sean '¡la France!' o '¡Espaaaaña!' (una, grande y libre); o un Euskadi vacío de españoles y franceses: mejor, matarlos. Le Pen, o cualquier fascista, recoge las verdaderas protestas contra la globalización, la queja contra la Europa que rebaja la necesidad de quesos, champagne y poesía; la inmigración, los que en vez de 'construir sus países' vienen a robarnos 'lo nuestro'.

La doctrina 'demócrata' de hoy la da Oriana Fallaci, que escribe para Bush, Berlusconi o Sharon, que no necesitan fascistas. Nadie ignora que los grandes fascismos europeos, incluyendo a Franco (que, eso sí, engañó a los cuatro revolucionarios falangistas que se lo habían creído), fueron un comunismo al revés: el mismo colectivismo, los sentimientos de un pasado heroico y en riesgo -qué más da la Valkiria que Isabel de Castilla- y el no ser 'de derechas ni de izquierdas', que decían aquí sus bases, antes de ser la extrema derecha; la sangre, la raza, la tradición. Aquí la raza y la sangre gobernantes vienen de Franco; la izquierda no tiene partido, ni el sindicato, y el inmigrante tiene guardia civil y trabajo clandestino. ¿Quién lo mejoraría?

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