La efusión bárbara
Le Pen
El terrorífico éxito democrático de un mascullante buscabullas como Le Pen en Francia pone los pelos de punta porque obedece, más que a méritos propios, a la miopía de una izquierda presa todavía de las disquisiciones entre la segunda y la tercera internacional, a las que se suman, por si no bastaran, las que van de la cuarta por lo menos hasta la décima acumuladas por esos simpáticos trotskistas que es que también y siempre tienen casi tanta razón como los verdes de observancia estricta y otros dicharacheros de la utopía. De esa férrea cultura obrera capaz de derrotar al fascismo allí donde estuviera no queda nada, si alguna vez la hubo. La democracia europea es tal vez aburrida, pero requiere de ciertas estrategias para que no vuelva a resultar letal. Que Le Pen obtenga en Francia un porcentaje de votos superior a los de Batasuna en Euskadi es algo que da que pensar. Mucho que pensar. Que alguien (a Savater y Vázquez Montalbán se les concede la excedencia) lo haga de una vez en relación con lo que en efecto pasa.
Frente de rechazo
El rechazo de la modernidad inasible tiene otros frentes periféricos, como es natural. La invención de la máquina de escribir -curioso término, casi una metáfora- suscitó más de una controversia, pero nadie vio en ello una conjura para terminar con la escritura, por lo mismo que la difusión de la red eléctrica enriqueció sin duda a mucha gente a la vez que llevaba la iluminación a millones de hogares. La globalización, cualquier cosa que sea lo que se quiera entender por eso, es más una realidad imparable que una correosa triquiñuela de los poderes más poderosos de este mundo, y nada desearían más los antiglobales que extender su protesta hasta más allá de los límites de difusión que todavía encuentran sus enemigos y dominar la globalidad entera. Ya Lenin dijo que la revolución era el comunismo más la electrificación. Y conste que nada parece menos deseable en este trance que chatear con Vladimiro.
Gil con Gil
Chorizos de mucho billetaje parecen encantados de pasar unos días en el trullo, porque allí el personal es estupendo y hay humanidad y mucha gente de bien, de manera que nos harían un favor si a cambio de tanto estímulo decidiesen fijar allí su residencia de una vez por todas. ¿Recuerdan a Mario Conde, aquel chuleta de repostería? Salió tan encantado de su experiencia carcelaria que todavía se cartea con los buenos amigos que se echó entre rejas y hasta prometió interesarse en el futuro por sus nuevos compañeros, aunque no precisó si ese interés se concretaría a treinta, sesenta o noventa días. Jesús Gil también ha salido exultante de la bella oportunidad que la inquina judicial le ha deparado, pero anuncia que no descarta instalarse en Brasil por algún tiempo. La consternación en el país de Rivaldo es grande.
Del paro al ocio
El gran Josemari Aznar (el estadista más limpio de Occidente, aunque confunda la lucha contra el terrorismo con un 'vamos a por ellos' de spaguetti western, y por más que decida retirarse a tiempo siguiendo acaso la estela tardía de los consejos de Rafael Calvo Serer), se propone alcanzar también el objetivo del pleno empleo antes de amadrigarse en sus fundaciones de invierno, de manera que ha dispuesto una providencia según la cual dejará de figurar como parado en las listas que lo incluyen todo aquel que aún siéndolo se niegue a aceptar un empleo de cien euros a cincuenta quilómetros de su casa, qué se habrán creído esos vagos subsidiados. El asunto es una argucia de tal calado social que el estrafalario Luis Racionero ya anda en el sofrito del apéndice para la nueva edición de un antiguo libro suyo, es un decir, donde la alegre figura del ocioso sustituye a la más lóbrega del parado.
El libro de nunca acabar
Puestos a continuar con la afición a la lectura, esa tontería, ningún instrumento más adecuado que el libro. En otro tiempo, cuando era todavía más joven, me entretenía despegando las páginas de un relato de Cortázar (cierto que podía haber elegido mejor) para fijarlas en la pared según un orden arbitrario y leerlas desde la cama provisto de un catalejo. La impresión era de cine, porque en lugar de abarcar la hoja con una sola mirada había que localizar las palabras una a una, como si fuesen bacterias fugitivas. Juegos de la edad temprana aparte, no se me ocurre ningún soporte (pero qué término tan poco cariñoso) mejor que el libro para descubrir una bonita ilustración en una de esas estupendas ediciones para niños, correr por el pasillo cuando está cayendo el día, enseñársela con júbilo a la cría que está a punto de dormirse.
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