Daños colaterales
El electorado francés se ha abstenido con hastío en la primera vuelta electoral; ha esterilizado gran parte de su voto en opciones, por radicales, inútiles -piénsese en el incremento del sufragio de los troskistas y cazadores-, y ha manifestado su enfática protesta con determinado tipo de gestión política dando un importante apoyo al candidato ultra. ¿Por qué? A mi juicio, por la concurrencia de dos factores: la pérdida de identidad de las principales opciones en liza, que amenaza con ser signo de la pérdida de identidad del cuerpo político, la Nación; y el desprestigio de los dirigentes.
Primero, los grandes partidos franceses, a la izquierda y a la derecha, han abandonado la mayor parte de sus signos de identidad. Que la izquierda, heredera del jacobinismo, se haga girondina y propugne la regionalización de todo el país, fomente la escuela privada y tan sólo oponga objeciones temporales a la privatización de los servicios públicos, sin claras ventajas, dicho sea de paso, para el común de los usuarios, no puede dejar de chocar a gran parte de su electorado natural. Y otro tanto ocurre con la derecha, heredera del gaullismo, que llegará al poder en su nombre para, durante todo un septenato, triturar las instituciones de la V República, amortizar, previa quiebra, el legado poscolonial y lo que ello suponía de presencia francesa en África, y sacrificar, en aras europeas, algunas de las principales señas de la propia identidad, como la moneda, erosionar otras, como la defensa, e insistir, más que nadie, en avanzar rápida e irreversiblemente por la vía de la supranacionalidad.
Todo ello no ha ocurrido por casualidad, sino porque unos y otros han optado, como ideal último, allende sus olvidados programas máximos o los principios ideológicos que les dieron origen, por un paradigma de supuesta modernidad que sustituye identidad por globalidad, servicio público por competencia mercantil e institución, y lo que esto supone de permanencia, por estipulación, con lo que ello tiene de fragilidad. La eficacia que se atribuye al neutro 'se', por la vitalidad del 'nosotros' democrático.
La opción tenida por inevitable -y en tenerla por tal consiste el pensamiento único de nuestro tiempo- puede no ser errónea, pero, en todo caso, es incompatible con ciertos valores de identidad y seguridad muy arraigados en la sociedad francesa y, por los vientos que corren, en toda Europa. El bienestar económico no basta para satisfacer a quienes ya lo gozan. Una vez más, los valores se muestran asimétricos y, en ocasiones, irreconciliables. Y factores tales como una inmigración masiva, sin que se haya optado seriamente por la asimilación -¿cómo?- o el multiculturalismo -¿cuál?-, el incremento de la delincuencia de todo tipo o una desculturalización juvenil cuyos orígenes se remontan a la presidencia de Giscard, no hacen sino aumentar este sentimiento de crisis. Hay reformas cuyos frutos son tardíos, pero muy amargos.
Los dirigentes partidistas, de un lado y de otro, han intentado un peligroso contorsionismo al querer hacer todo eso que tanto repugnaba a su electorado a la vez que pretendían halagar sus sentimientos más profundos. El tinte 'fucsia' del programa de Jospin, el recurso de Chirac a los más dispares y a veces contradictorios valores y gestos, son prueba de ello. Es muy difícil y arriesgado ganar elecciones con una identidad para afirmar, a continuación, la necesidad de acabar con ella. Lo hizo Wellington en 1832, al terminar apoyando a Grey, o González en 1982; pero ello requiere mayores habilidades que las puramente circenses.
Segundo, en el mundo de la imagen y la comunicación en que vivimos se ha creído que la manipulación de rostros y ademanes bastaría para compensar el vacío de principios y valores. Pero es esta misma carencia la que ha desacreditado a una clase política inmersa en escándalos sin fin, que el propio cultivo de la imagen no hace sino hiperdimensionar ante la opinión.
Una situación semejante clamaba por una opción de crisis. Podía haber sido capitalizada, como ocurrió en 1958, por quien o quienes hubieran sido capaces de revitalizar la 'Grande Nation', poner a punto su democracia y abrazarla a su destino para bien de los franceses y de Europa entera. Chevènement lo intentó con un programa tan incomprendido como atractivo, al que faltó la prudencia necesaria para no abrir todos los frentes a la vez. ¡Pero eran tantas las amenazas que se ceñían sobre la República! Y a la postre lo ha sido por una opción desaforada que terminará dando la victoria inútil a un Chirac, aclamado por menos del 20% de los electores. Salvo, claro está, que la torpeza infinita de los políticamente correctos propicie el triunfo de Le Pen a base de convertirlo en Juana de Arco.
Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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