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Columna
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Lo de Francia

Los hechos contumaces vuelven a darle la razón al viejo Rafael Sánchez Ferlosio: vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Vendrán, están viniendo, uno detrás de otro, es cierto, pero nunca dejaron de venir, no hay que olvidarlo. El siglo que acabamos de enterrar no fue una arcadia: los totalitarismos comunista y fascista (campeones del 'crimen humanitario') procuraron la muerte, la tortura y la deportación a millones de seres humanos. Lo de Francia no es nuevo, ni es raro, ni era impronosticable. No sé si es tan terrible. Puede serlo. Para la derecha francesa, de momento, es una lotería primitiva o un línea de bingo electoral.

El viejo torturador de Argelia es en los titulares de la prensa chillona y en las conversaciones de los clubes sociales el gran tema, la representación del mal. Nada más cómodo ni más consolador que encontrar un culpable, alguien que encarne la maldad con toda propiedad y en toda su extensión, igual que en las películas. Menos sencillo y mucho menos cómodo es encontrar las causas del triunfo lepenista. Uno mira de izquierda a derecha y no observa un adarme de autocrítica. Le Pen es el horror, pero ¿acaso George Bush y Berlusconi son algo más que un tonto y un mangante? Nunca la bien llamada clase política que gobierna Occidente tuvo un nivel más cutre y más ramplón. Tenemos líderes de Saldos Arias, ni siquiera de Galerías Lafayette. No hay más. Alguien debe querer que no haya más.

Uno puede encarar los años malos que sin duda vendrán, pero lo que no puede es resignarse a la ceguera impuesta y progresiva. Aceptar, como algún arriscado analista político, que 17 de cada 100 franceses son unos bárbaros fascistas y xenófobos sería lo más fácil. Son feos y son malos. Eso es todo. El cuerpo electoral francés está enfermo. Y los enfermos son irrecuperables. Quizás, cuando el ascenso lepenista represente un peligro cercano, la solución propuesta sea su ilegalización. Las medidas de carácter quirúrgico son viejas en política. No hay horrores (ni errores) inéditos.

Vendrán más años malos, pero, a pesar del negro porvenir pintado por Ferlosio, uno no quiere ni por un momento renunciar a vivir sin esperanza. Releemos el mensaje del filósofo Hans-Georg Gadamer poco antes de morir a los 102 años en Heilderberg: 'No se puede vivir sin esperanza'. No se debe, y además perjudica la salud. No se trata de ser un irenista y un insufrible panglosiano. Todos guardamos en el fondo de armario a un intratable déspota. Todos o casi todos empuñamos a veces las palabras como garrotes con los que golpearnos hasta hacernos sangrar. Pero cada mañana, en la cocina de nuestra casa, le podemos ganar a Le Pen las elecciones o dejar que Le Pen, mientras nuestra tostada cae al suelo por la parte de la mermelada, triunfe en el plebiscito.

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