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Columna
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Alberti

Hay rostros que guardan la historia de una vida, manos que trazan en el aire una versión del tiempo y voces que contienen un atlas de geografía. El poeta Rafael Alberti escondía en su voz cuatro o cinco ciudades, las llevaba consigo a las mesas de los restaurantes para dejarlas que amaneciesen o atardeciesen entre sus palabras, iluminadas o sombrías en las conversaciones de sobremesa. La memoria y el acento se descuidan cuando están en familia, mezclan los años en el presente perpetuo de una vida.

Alberti contaba una anécdota de sus ochenta años, pero en medio de las risas o de las indignaciones saltaba un adjetivo que ponía sobre los manteles el viento loco de la Bahía de Cádiz y llenaba los vasos con el agua del río Guadalete. El poeta anciano y prestigioso que habitaba un apartamento bohemio en la Torre Princesa de Madrid era de pronto el niño que se mojaba los pies en El Puerto de Santa María, mientras navegaban por los calendarios las primeras fechas del siglo XX. Otras veces hablaba de los grandes paisajes americanos, de los bañados del Paraná y de las infinitas llanuras argentinas, pero cruzaba repentinamente en un adverbio, en el nombre de una tarta o en la forma de llamar al camarero, hacia el ruido de las motos que galopan por las retorcidas calles del Trastevere. Y el poeta del primer exilio, el republicano español que aprendió a respirar el cielo de Buenos Aires en 1940, se tranformaba de golpe en el artista popular de Roma, la figura desbordante que representaba una vieja y nueva libertad española, libertad presentida a las orillas del Tíber, en los años sesenta. El Puerto, Madrid, Buenos Aires, Roma, cuatro o cinco ciudades, porque nunca están en su sitio las ciudades a las que uno pretende volver, y el Madrid del regreso no era el Madrid de los recuerdos.

La Diputación de Córdoba ha organizado el primer homenaje importante a Rafael Alberti en el año de su centenario. Su hija Aitana, su sobrina Teresa, sus amigos poetas, han viajado a Córdoba como jinetes empeñados en alcanzar su destino. Ha sido un acierto recordar al poeta con el lema Alberti y las ciudades, porque significa recordar su voz, la mezcla de acentos que condensaba su historia, mientras se saltaba la dieta a la torera y pedía un postre o una copa para seguir hablando con Benjamín Prado, o con Felipe Benítez Reyes o con Luis Muñoz. Llevaba las ciudades en su vocabulario porque había aprendido a escribir en ellas, bajo el viento que pasa entre los edificios, y levanta los papeles de las plazas, y golpea en las ventanas y en los telescopios de las torres, y cambia las cosas de lugar.

Desde que publicó Marinero en tierra en 1925, Rafael Alberti fue un poeta nómada, un extranjero de sí mismo. La lección de las ciudades se parece al lenguaje de la velocidad, al deseo que busca, rebusca y no se queda quieto. El siglo XX hizo de la poesía una movilidad, un exilio, una palabra líquida que huye y da respuesta a la insatisfacción. Alberti llevaba a la ciudades en su voz, porque guardaba también una galería de marineros sin mar, ángeles caídos, milicianos sin futuro y exiliados con una memoria sobrecargada. Por eso será siempre uno de los nuestros, le pese a quien le pese.

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