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LA CRÓNICA
Columna
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Bibliotecas de la esperanza

Un día antes del bombazo de Le Pen, tuvo lugar en Salt, en el extrarradio de Girona, una deliciosa anticipación infantil de la fiesta del libro. Observado a la luz del diarreico resultado electoral francés, este pequeño acto literario, en el que participaron en armónica fusión niños de todos los colores y procedencias, adquiere un raro valor. Los tiempos son de zozobra y el futuro apunta con deprimentes maneras, pero allí reinó algo muy parecido a la esperanza.

Empecemos por el principio. Como cada año, la biblioteca pública infantil Massagran organiza la fiesta del libro gigante. Quince días antes de la fiesta, los niños de Salt son invitados a redactar un pequeño cuento, para lo cual reciben el apoyo de las educadoras de la biblioteca, que les ayudan a pulir la forma y a imprimir el cuento. Llega el día de la fiesta, sábado luminoso y cándido. La pequeña plaza se llena de niños y papás, pero también de grallers, percusionistas, cabezudos y voluntarios sociales. Y de jóvenes ilustradores llegados de la toda la provincia de Girona que, sentados en unas mesas en el centro de la plaza, leen o escuchan el cuento que les presenta cada niño y lo ilustran a todo color sobre una gran cartulina. Secada la pintura, el niño copia su texto en la parte blanca de la cartulina y la entrega a las educadoras, que le regalan un libro. Los cuentos y las ilustraciones serán expuestos en la casa de cultura local y guardados, finalmente, en un volumen gigante. El niño puede subir a una tarima, si le apetece, y leer su texto ante el público. Después, se mezclará en la fiesta: unas voluntarias le embadurnarán la cara con motivos chillones o lo agruparán para bailar. Los percusionistas (Els Diables de Pere Botero) le enseñarán a darle al bombo y los cabezudos le invitarán a saltar al ritmo de los tradicionales grallers.

La experiencia de Salt es un ejemplo de los paraguas que nos salvarán de las zozobras que inspira Le Pen

Pensará el lector que una fiesta tan sencilla e infantil no merece ser destacada en una crónica. También lo creía yo, que me perdí las anteriores ediciones por falta de curiosidad. El otro día, Jordi Artigal, director de la biblioteca de Salt, me llamó por teléfono y, tras invitarme a asistir a esta fiesta, me recordó, sin pretenderlo, los peligros del reduccionismo: 'Comprobarás que existen bibliotecas con vocación social'. Como quizá el lector recordará, escribí en estas mismas páginas un artículo sobre el modelo elistista de nuestras bibliotecas, que a mi entender no responde a las exigencias sociales. Cometí el imperdonable error de no mencionar a las muy heroicas (aunque escasas) bibliotecas de barrio. La de Salt es ejemplar, especialmente su pequeña delegación infantil, la Massagran, convertida en un servicio vital (aunque a todas luces insuficiente) para esta población de aluvión que necesita la cultura básica como agua necesita el desierto. Al frente de la Massagran están tres jóvenes generosos: Mariona Pèlach, Xevi Fàbregas y Glòria Matas. Son educadores sociales, cobran una miseria, la Administración los confunde con simples monitores de colonias, pero era una delicia verlos, el otro día, llamando a todos los niños por su nombre (Wafa, Carlos, Haytam, Laura, Ahmed...), guiándoles con afecto familiar, quitando mocos, aconsejando a madres, escuchando a padres, tutelando lecturas, animando al tímido, despertando al abúlico, recuperando al despistado, besando al cándido, estimulando al aburrido, elogiando al laborioso, acogiendo al tardón, acariciándoles a todos.

Era una delicia también ver a niños de orígenes tan dispares mezclados tan naturalmente. Paseé entre ellos curioseando su cuentos, escritos en un catalán más que aceptable, a veces estrictamente fonético ('ia bia una bagada...'). La mayoría eran convencionales recreaciones de leyendas y cuentos tradicionales, incluidas las aventuras de príncipes y princesas marroquíes, aunque de vez en cuando saltaba un detalle revelador: Mamadou explica, por ejemplo, que Sant Jordi y la princesa se casaron y fueron muy felices porque 'van menjar tot el que volien'. Jaranke presenta a Caperucita como una niña 'que no té calçotets'. Ayub escribe sobre un gigante que se burla de unos niños y les escupe, hasta que se da cuenta de que al fútbol no puede jugarse en solitario, por lo que deja de escupir y de burlarse. Fátima escribe sobre una niña sin amigos que intima con un monstruo. Soufian, más truculento, narra la noche de un lápiz que ve por la ventana, entre otras cosas, a un mochuelo cortándose el pelo y, por accidente, la oreja, y guardando la sangre en sus ojos; la mamá del lápiz, que es una goma, le borra el sueño por la mañana. Conversé con una maestra que me habló de una escuela con el 65% de los niños de origen africano, y con los voluntarios sociales, eufóricos por haber conseguido implicar en el acto a todos los círculos activos de Salt. Hablé con Zahra Battani, profesora de árabe, contenta por el interés que suscita el árabe entre sus alumnos de Salt. Al final, cuando casi todo el mundo estaba ya en sus casas, comiendo, Mariona Pèlach me enseñó la minúscula biblioteca y me ennumeró sus déficit: la falta de medios, la desbordante demanda de afecto y ayuda, la ausencia de los padres, la presión de los adolescentes que se agrupan en la plaza. Y el peligro del gueto: a medida que la biblioteca se llena de niños inmigrantes, se vacía de lectores locales. Mientras ella me contaba todo esto, unos jóvenes golpeaban incansablemente una pared de vidrio. '¿Siempre están así?', pregunté. Y ella sonriendo dijo: 'A su manera, te acompañan'. Salí de aquella biblioteca con el corazón sembrado a la vez de inquietud y de esperanza. De inquietud por la enorme carga que estos ínfimos baluartes de civilización soportan en las periferias. Y de esperanza porque está claro que de ahí saldrán, si los políticos no son agarrados miopes, los paraguas que nos salvarán de Le Pen.

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