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Columna
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Duele Europa

'Nos gusta pensar que Norteamérica inventó el futuro', afirma el novelista Don DeLillo en su opúsculo En las ruinas del futuro, escrito tras el atentado del 11-S. El librito es sensible y hermoso, en su afán de crear una contranarrativa que mantenga vivo el recuerdo de las víctimas del desastre y contraponga a la narrativa terrorista el calor de lo humano: historias personales del dolor y del horror, vestigios de una crueldad impersonal y ciega que arremete contra el corazón humano. Pero a un lector europeo no deja de producirle una sensación ambigua que quizá lo haga refractario a la validez de su mensaje y de sus intenciones. En un europeo pesa mucho la historia y pesa mucho el orgullo. Y tras la reacción de los norteamericanos ante su desgracia, no puede evitar una punta de sarcasmo. Europa, la asolada a lo largo del pasado siglo con millones de muertos bajo los bombardeos, el lager y el fratricidio, no puede sino sorprenderse por la reacción norteamericana ante esta primera agresión que sufren desde el exterior. Le puede parecer tan desmesurada, que llegará hasta a burlarse de ella y a considerarla una muestra más de cierta sensiblería kitsch muy americana.

Incluso la frase con la que inicio mi columna le puede parecer excesiva a un europeo, acostumbrado a pensar que es Europa la que lo ha inventado todo, y desde luego el futuro. Que es Europa la que ha marcado la Historia, señalando épocas, hitos y umbrales, que era ella la protagonista, la que determinaba el rumbo y el destino del mundo, la que hablaba. Y de pronto, descubre que alguien le ha arrebatado la voz y que la historia empieza a escribirse en otra parte. Naturalmente, la sospecha no es nueva. Se remonta a la última guerra europea por lo menos, pero aún se mantenían vivas ciertas esperanzas de recuperar el empuje. Hasta que un acontecimiento tan nimio a ojos europeos como el 11-S viene a sancionar lo evidente y a desvelar el espejismo. La historia del mundo ya no la contamos nosotros, sino que la cuentan ellos; son ellos quienes marcan un antes y un después. Y el cambio es decisivo.

Nos hallamos, quizá, ante un cambio de civilización. Casi se podría afirmar que el Imperio Romano ha muerto ahora definitivamente, sustituido por otro imperio que se desarrollará sobre pautas distintas. A este respecto, los norteamericanos tienen razón cuando se atribuyen la invención del futuro. El nuevo Israel, la nueva Jerusalén que fundan los colonos europeos lleva en sí el germen de un futuro renovador que, si por un tiempo parece coincidir en su desarrollo con lo que estaba ocurriendo en la vieja metrópolis, muestra muy pronto un sesgo cuyas consecuencias civilizadoras sólo ahora vislumbramos. La resolución postista norteamericana es proverbial, y ahora mismo ese pope cultural universal que es Harold Bloom ha llegado a hablar de una religión americana, que define como procristiana, una especie de nueva gnosis de cuyo ámbito tampoco escaparía la propia literatura americana. Y las fuentes culturales ya no se llaman Homero o Virgilio, como en el fenecido imperio romano, sino Shakespeare, un genio europeo, sí, pero que parece emerger solitario como ancestro de la nueva cultura.

El mismo DeLillo es categórico: 'Dos fuerzas en el mundo, el pasado y el futuro'. De esta manera se explica lo ocurrido el 11 de Septiembre. Y el pasado toma cuerpo para él en un estado teocrático global, flotante y desprovisto de fronteras. Pero no nos consolemos identificando a ese estado teocrático con un ámbito cultural determinado que sería el que encarna el pasado. Europa es también el pasado y no sabe qué hacer ante ese futuro que se le escapa. El éxito de Le Pen, así como el auge e los radicalismos de derecha y de los nacionalismos son síntomas de ese fundamentalismo reactivo, de esa búsqueda del pasado para defenderse de un futuro arrollador. Europa tiene que repensarse y la solución no la hallará en un acantonamiento en lo que ya fue. Ha de abrazar el futuro y organizarse en función de su logro. Y cuestionar sus excesos desde ese abrazo. Acaso sea esa la función de la izquierda: refundar un humanismo de nuevo cuño como filosofía de la democracia. Algo que casa mal, desde luego, con la nostalgia por viejos monismos que tratan de hallar su fuerza en cualquier irredentismo que se apunte, por muy totalitario que éste pueda ser.

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