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Columna
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El aviso francés

Josep Ramoneda

Los conservadores, de derechas y de izquierdas, que hay muchos y en todas partes, que siempre necesitan creer que no pasa nada, encontrarán mil argumentos para minimizar lo que ha ocurrido en las elecciones francesas. Los más cavernícolas celebraran la debacle de la izquierda, que les permite seguir cultivando la fantasía de una democracia reducida a la alternancia entre la extrema derecha y la derecha liberal (así entienden algunos el modelo americano). Otros dirán que no hay para tanto, que la extrema derecha tiene larga tradición en Francia (Maurras, Action Française, Vichy...), con lo cual no hay sorpresa ni novedad. Y algunos dirán que al fin y al cabo lo único que ha ocurrido es que la izquierda francesa siguió la tradición de hacer trapacerías con el voto en la primera vuelta sin darse cuenta de que el lobo estaba al acecho, y que si el voto de izquierdas no se hubiese dispersado tanto, ahora Jospin estaría en la segunda vuelta, con posibilidades de ganar. Quien no se consuela es porque no quiere, pero de nada sirve dar la espalda a la realidad.

Y la realidad es que lo ocurrido en Francia viene después de Austria y de Italia, como confirmación de un extendido malestar de las sociedades europeas, una sensación de falta de representatividad real que tiene mucho que ver con la pérdida de perspectiva de la política ante las exigencias de la globalización. Mucho más importante que el leve aumento de votos de Le Pen es el retroceso global de los dos bloques gobernantes que, sumado a la subida de la abstención y del voto a los extremos, es lo que realmente ha producido la sensación de cataclismo. La historia nunca se repite, y los tiempos actuales se parecen muy poco a la década de 1930. Muy poco, excepto en dos puntos: en el profundo desajuste en este equilibrio siempre precario entre dos sistemas en el fondo antagónicos: el capitalismo y la democracia, con impresionantes niveles de desigualdad en el seno del primer mundo; y en el descrédito de la clase política, convertida en chivo expiatorio, para mayor gloria del poder económico.

La política no está siendo capaz de gobernar la situación, y esta sensación llega a la ciudadanía, que se siente desamparada ante los grandes cambios que vive el mundo. En Francia este desasosiego ha cristalizado en torno a la seguridad. La derecha ha jugado a fondo esta carta, que ya se sabe que en tiempos de miedo da dividendos; la izquierda naufragó en una cuestión que se presta mucho a la demagogia. Resultado: ahí está Le Pen. Si a los problemas de seguridad real se añade el machaqueo constante sobre el asunto durante la campaña, es fácil comprender que la inseguridad haya eclipsado cualquier otro debate, y que, por tanto, haya hecho trizas el balance de la era Jospin.

La democracia necesita las alternativas. Necesita la contraposición de proyectos claramente diferenciados. La sumisión de la política a la economía, dando por hecho que no hay opción fuera de la ortodoxia normativa del poder financiero, y la obsesión por la conquista de este conjunto vacío llamado centro ha hecho que la gente cada vez apreciara menos diferencias en la política de unos y de otros, y que amplias partes de la ciudadanía, desde los perdedores hasta los espíritus más críticos, se sintieran huérfanas de representación. Si a ello sumamos el clima de descrédito de las élites políticas, rodeadas de sospechas de corrupción y de impunidad -el caso de Chirac es clamoroso-, no es extraño que a los electores se les fuera la mano en sus deseos de expresar su rechazo a la llamada politique politicien. A las personas que escribimos sobre la actualidad política nos concicerne una reflexión: ¿cómo mantener la crítica necesaria de una clase política que se la ha ganado a pulso sin que ello suponga una deslegitimación global de la política? Creo que no queda otra opción que afrontar una reforma profunda de la democracia y de los modos de acción política.

Los sectores más responsables de la derecha francesa se dieron cuenta inmediatamente de la gravedad de la situación. En la noche electoral, en ningún momento se les escapó un solo gesto de triunfalismo, a pesar de que Chirac tiene la reelección absolutamente asegurada. Es evidente que el propio Chirac hubiera preferido ganar por 51 a 49 a Jospin que por 75 a 25 a Le Pen. La necesidad de que la derecha sea derecha sin complejos ni ambigüedades y de que la izquierda sea izquierda sin caer en fascinaciones ni mimetismos fue evocada por los diferentes tenores de la derecha, desde Sarkozy a Millon, pasando por Bayrou. La izquierda tiene que tomar distancia respecto al día a día para tratar de definir su propuesta. De lo contrario irá languideciendo y facilitando la huida hacia los extremos. Está confrontada a un problema de redefinición y no puede resignarse al papel de simple recambio cuando la derecha esté agotada.

La autoconciencia de los franceses está en apuros. El mito de la Francia de la diversidad, que acompañó la victoria de la selección nacional en el Campeonato del Mundo, parece marchito. El euro y los vaivenes de la globalización no podían pasar impunemente. Esta ha sido una parte de la factura. La nación francesa entre el proceso de trasnacionalización europea y la presión de la inmigración y de los media electrónicos tiene dificultades para reconocerse a sí misma. Esta subida a los extremos es una rotunda expresión de este desconcierto. La quinta república diseñada por el general De Gaulle hace más de 40 años ya no sirve para la nueva situación. Su ineficiencia ha quedado demostrada en su más preciada institución: la elección presidencial. Superado el trauma de este 21 de abril, Francia tendrá que afrontar seriamente la recomposición de su sistema político. Los ciudadanos ya daban por descontado el cambio de régimen: encuestas recientes decían que el 65% de los electores daba prioridad a las legislativas y que sólo el 20% consideraba más importantes las presidenciales. Quizá, con este desdén, las hayan hecho importantes por última vez.

Europa siempre ha visto los peligros cuando ya era tarde. No desperdiciemos las señales que Francia emite. También esta vez puede que vaya por delante enarbolando signos de alerta. En política, sólo hay un ciego peor que el que no quiere ver: el que no puede ver. Hará bien la izquierda española en analizar lo que ocurre cuando se entra en la obsesión del centrismo, del mimetismo del ganador y de la indiferenciación entre proyectos. Y harán bien los creadores de opinión en relativizar las maravillas del consenso y de la llamada moderación. René Char decía: 'Stalin (pongan Hitler si lo consideran más adecuado al caso) es perpetuamente inminente'. Desgraciados los pueblos que lo olviden.

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