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El deseo sin fin

Victoria Combalia

El surrealismo es tal vez el único de los movimientos de vanguardia que aún es capaz de suscitar polémicas, al menos en Francia. Su deseo de revolución permanente, su constante puesta en cuestión de los bastiones del pensamiento burgués -familia, patria, religión- aún pueden levantar ampollas. El pasado 22 de noviembre el crítico Jean Clair, en Le Monde, publicaba un artículo en el que sugería que el origen del ataque contra las Torres Gemelas estaba ya en el pensamiento surrealista. La reacción no se ha hecho esperar y la Asamblea de Amigos de Benjamin Peret acaba de editar una publicación con todas las cartas indignadas contra el provocador artículo.

Paralelamente, dos exposiciones abordan el movimiento desde puntos de vista muy distintos. Lejos de preferir la una a la otra, como ahora hacen algunos en París, parece que ambas se complementan y que ni siquiera juntas darían una visión global de la que fuera una de las aventuras ideológicas más influyentes del siglo. Surrealismo. El deseo desencadenado, antes en la Tate Gallery y ahora, con algunos cambios que desnaturalizan el proyecto inicial, en el Metropolitan Museum de Nueva York, aborda el tema de las relaciones entre el surrealismo y el amor, que el grupo consideraba no sólo una forma privilegiada de conocimiento sino el auténtico motor del mundo. 'Si usted ama el Amor, amará el Surrealismo', se podía leer en un panfleto de 1924 que los surrealistas colocaron por las calles de París. Cuanto más se ahonda en el tema más se evidencian las grandes diferencias que existieron entre sus protagonistas, por ejemplo entre la posición aún romántica de André Breton, quien colocaba a la mujer en la cúspide de su mundo ideal y desaprobaba el libertinaje, un Louis Aragon, entusiasta defensor de la prostitución en su libro Le paysan de Paris, y una Meret Oppenheim bisexual que se masturbaba en público. Pero lo que esta exposición revela es que a todos los unió la pulsión del deseo y del amor, ese breve instante en medio del desencuentro fatal entre los sexos. Y lo que la exhibición también viene a confirmar, es, por paradógico que parezca, que el deseo, como el inconsciente, no tiene señor. Aquí ellos y ellas, poetas, pintores y escritores, no sólo dan rienda suelta a sus fantasmas sino que se libran al goce y tormento del don y de la dependencia que se deriva de la pasión amorosa.

Un crítico de 'Le Monde' sugiere que el origen del ataque a las Torres Gemelas esta en el pensamiento surrealista

En la exposición pueden verse mirós casi nunca vistos (como Amor, de 1952), magníficos dalís (como el Pan catalán), junto a objetos llenos de misterio y tan desconocidos como La plume de ma tante, de Enrico Conati (1947). Se descubrirán las esculturas de María Martins, que tuvo una relación amorosa con Duchamp en los años cuarenta, así como las obras de Jean Benoît, protagonista de una performance titulada La ejecución del testamento del marqués de Sade, realizada en 1959.

Pero lo más interesante es la idea de explicar, mediante obras, fotografías y documentos, las afinidades afectivas y creativas entre amantes (André Breton, Suzanne Muzard, Valentine Hugo y Marcelle Perry; Roland Penrose, Valentine Penrose y Lee Miller; Gala, Salvador Dalí y Paul Eluard...), lo que supone un paso más en la revisión actual de los criterios historiográficos tradicionales.

La revolución surrealista, comisariada por Werner Spies en el Centro Pompidou es, en

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cambio, mucho más clásica en su concepción pero también abrumadoramente espectacular. Pocas veces volveremos a ver un conjunto tan excepcional de obras maestras, desde el Carnaval del arlequín, de Miró (un autor cuya cotización va aproximándose a la de Picasso), hasta los soberbios dalís de su buena época, como El gran masturbador o Seis apariciones de Lenin sobre un piano. Ordenadas las obras por autor, el espectador descubrirá la calidad pictórica de los tanguy de 1927, los bellos masson, la pared de André Breton (en depósito mientras se espera que permanezca, como forma de pago de los derechos de sucesión) y la reconstitución de la famosa vitrina de la Exposición Surrealista del Objeto, de 1936, en la galería Charles Ratton de París.

Spies, especialista en Max Ernst y Picasso, ha dejado para el catálogo, mediante un impecable texto de Jean Michael Gouthier, el tema de la revolución política, que fue, como se sabe, fundamental y muy compleja. Sin embargo, al privilegiar la revolución estética, Spies nos está proponiendo, también, un parti-pris teórico: la defensa de la modernidad del surrealismo, frente a la idea formalista, especialmente norteamericana (de Greenberg a William Rubin) de que las vanguardias se fundamentan en la abstracción. Y a pesar de excesos y lagunas, inevitables en cualquier gran exposición (demasiados Max Ernst y pocas mujeres surrealistas), Spies logra sobradamente convencernos de que la capacidad perturbadora, revulsiva y artísticamente revolucionaria del surrealismo no ha perdido ni un gramo de su fuerza.

cambio, mucho más clásica en su concepción pero también abrumadoramente espectacular. Pocas veces volveremos a ver un conjunto tan excepcional de obras maestras, desde el Carnaval del arlequín, de Miró (un autor cuya cotización va aproximándose a la de Picasso), hasta los soberbios dalís de su buena época, como El gran masturbador o Seis apariciones de Lenin sobre un piano. Ordenadas las obras por autor, el espectador descubrirá la calidad pictórica de los tanguy de 1927, los bellos masson, la pared de André Breton (en depósito mientras se espera que permanezca, como forma de pago de los derechos de sucesión) y la reconstitución de la famosa vitrina de la Exposición Surrealista del Objeto, de 1936, en la galería Charles Ratton de París.

Spies, especialista en Max Ernst y Picasso, ha dejado para el catálogo, mediante un impecable texto de Jean Michael Gouthier, el tema de la revolución política, que fue, como se sabe, fundamental y muy compleja. Sin embargo, al privilegiar la revolución estética, Spies nos está proponiendo, también, un parti-pris teórico: la defensa de la modernidad del surrealismo, frente a la idea formalista, especialmente norteamericana (de Greenberg a William Rubin) de que las vanguardias se fundamentan en la abstracción. Y a pesar de excesos y lagunas, inevitables en cualquier gran exposición (demasiados Max Ernst y pocas mujeres surrealistas), Spies logra sobradamente convencernos de que la capacidad perturbadora, revulsiva y artísticamente revolucionaria del surrealismo no ha perdido ni un gramo de su fuerza.

Victoria Combalía es crítica de arte.

Victoria Combalía es crítica de arte.

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