_
_
_
_
LA CRÓNICA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Atapuerca, un rockero y la transición

- Atapuerca. Muchas personas siguen aún pensando que el rock and roll es el equivalente sonoro a los homínidos de Atapuerca. Es el rock una forma primitiva y áspera de afrontar la vida: tachuelas y cuero, chicas y alcohol, drogas que ayudan a olvidar que a tu hembra la ha apisonado un mamut esta misma mañana.

- FNAC. Miércoles, 19.00 horas. Se presenta un libro sobre Atapuerca. En una pantalla se proyecta la imagen de un homínido que sólo tiene diferencias de matiz con Meat Loaf. Doctos especialistas narran el pasado del presente. Curiosos y futuros paleontólogos siguen la charla con sumo interés. Afuera espera un abigarrado grupo de personas que hablan alto mientras esperan otra presentación. También se trata de un libro, pero no habla de homínidos. ¿Loquillo escritor? ¡Anda ya! Los rockeros sólo saben cazar mamuts, manchar las paredes de su cueva con las manos pigmentadas y orinar en su territorio para decir que ellos estaban allí antes que nadie. Los rockeros no escriben, sólo gritan. No debe de ser casualidad. Atapuerca y rockeros juntos en un espacio sólo separado por 60 minutos.

Loquillo presenta su primera novela, 'El chico de la bomba', 'un libro de desencanto, de perdedores'

- FNAC. Miércoles, 20.00 horas. Tras la mesa se sientan tres homo sapiens. Uno va trajeado y luce una corbata elegida con la misma imaginación con la que un centurión romano escogería el color de su penacho. Va repeinado como los empollones de clase. Es un editor, Raúl Mir, de Belacqua. Lee unas notas escritas para el momento. Dice que el rockero se sumerge en el mismo marasmo que Mendoza, Marsé o Candel. El rockero ha escrito sobre su ciudad y sobre el Clot, su barrio. El segundo sapiens se protege tras unas gafas de escritor. Se llama Ramón de España y uno piensa en qué pondría en el ribete del bolsillo de su uniforme escolar: ¿De España? A Camacho, nuestro seleccionador, le haría gracia. Es columnista y escritor. Está allí porque puso en contacto a autor y editor. Dice del primero que le conoció 'cuando Franco había muerto y Pujol no había llegado, una época en la que al ciudadano barcelonés se le dejó inusualmente tranquilo', y asegura que la novela que ha escrito su loado es 'de Diagonal para abajo'.

El tercero en discordia es tan alto que una cometa se le podría enroscar en el cuello -a estas alturas mejor no hacer chistes sobre rascacielos y avionetas-. Además tiene un tupé que le yergue aún más. Es, de los tres, el único que toma whisky. Los otros dejaron el alcohol tras la última glaciación. Es el autor. Es un rockero, pero no ha escrito sobre cuando, de joven, él y su pandilla se comportaban como homínidos. Ha escrito un libro sobre las cuevas del olvido.

'La izquierda y la derecha pactaron en la transición, que fue simplemente la supresión del pasado', dice, 'y ya es hora de que se hable de lo que pasó, de lo que se sufrió. No se trata de clamar venganza, sino de hablar, de recordar, de acabar la guerra civil conversando en la barra de un bar. Porque no tendremos futuro si no ponemos en orden nuestro pasado', remacha. Un miliciano de mirada limpia flanquea la mesa. Son dos paneles con la foto de Santiago Sanz, el padre del autor, que mira también desde la cubierta del libro escrito por su hijo. Como narra éste, fue uno de los muchos republicanos que tras la guerra civil sacaron un 'bonocampo' y pasaron la juventud primero perdiendo una guerra y más tarde todo lo demás en los campos de concentración franceses y en los de trabajos forzados a este lado de la frontera. Fue un perdedor, uno de esos hombres que Loquillo define en su novela citando a Martha Gellhorn, 'hombres y mujeres que no han conocido la victoria, pero que jamás aceptaron la derrota'. Así fue el padre de Loquillo, 'y por lo tanto yo soy hijo del silencio', dice. Ese silencio es el que Loquillo quiere romper con su primera novela, recorrido en tono autobiográfico que arranca cuando su padre cruzó la frontera huyendo de las tropas franquistas, continúa por la Barcelona desarrollista y caótica de Porcioles, y desemboca desenmarañando recuerdos en una playa del Mediterráneo francés.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

De prosa enérgica y frase corta, El chico de la bomba (Belacqua) es, como dijo su autor 'un libro de desencanto, una novela de perdedores'. No lo dijo, pero quedó claro que es también un homenaje a su padre, un hombre de silencios cuya historia se encontró entre las páginas de El hombre indigno, una novela escrita por Antonio Rabinad, a la sazón vecino de la familia Sanz en el Clot. 'La vida te lleva, pero los acontecimientos te señalan', dijo Loquillo. Y nadie hizo preguntas. Un nonagenario afirmó con voz temblorosa que él había hecho siete años de mili en la época en la que arranca El chico de la bomba, pero nadie preguntó si es verdad que Loquillo se encontró una bomba jugando entre las ruinas de su barrio, dando así carta de naturaleza al título de la novela.

Lo importante es que Loquillo ya tiene edad para que los recuerdos tengan algún sentido.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_