Desafortunada y traumática
A pocos días de hacerse público el Anteproyecto de Ley Orgánica de Partidos Políticos, un diputado de Batasuna en el Parlamento vasco, con evidente ánimo provocador, realizó una intervención parlamentaria que constituyó una auténtica apología del terrorismo de ETA. Sin duda, este hecho es una premonición del todavía más incierto futuro que se cierne sobre Euskadi si el anteproyecto se convierte en ley. Porque antes que nada, el legislador democrático en el ejercicio de la función constitucional que le está atribuida, no puede hacer abstracción de las razones de oportunidad que asisten a la aprobación de una norma. En este sentido, parece fuera de toda duda que la nueva ley de partidos se ha planteado en el fondo como una ley ad cassum. Y como tal, ilegalizar a Batasuna puede poner a disposición de esta escoria social una oportunidad de ocupar permanentemente el escenario político como víctima de la democracia española y recuperar un apoyo social que progresivamente ha ido perdiendo (14 diputados en la anterior legislatura por 7 en la actual). En consecuencia, y atendido el importante arsenal jurídico hoy ya vigente para reprimir conductas ilegales, existen buenas razones para detenerse a pensar si esta norma puede servir para pacificar la situación y atenuar el evidente déficit democrático que existe en Euskadi. Pero es que, además, el contenido jurídico del anteproyecto es especialmente controvertido. Varias son las razones para sostener esta afirmación.
1. La tipificación de las actividades consideradas como ilegales no excluye la posibilidad de que los supuestos previstos para la ilegalización de un partido puedan llegar a ser interpretados en el futuro de forma extensiva a otros planteamientos políticos que, sin practicar o apoyar el terrorismo, sean radicalmente alternativos al sistema liberal-democrático. La previsión del artículo 8.3.b) de penalizar la '... confrontación social como método para la consecución de objetivos políticos' podría permitir, por ejemplo, incluir en esta norma a sindicatos anarquistas o a partidos que reivindiquen el marximo-leninismo.
2. Las actuaciones ilegales que habilitan para la ilegalización incluye las llevadas a cabo por el partido o las personas vinculadas al mismo (artículos 8.3 y 4). Este ámbito subjetivo de aplicación plantea la inseguridad y el peligro de la repercusión de la actividad individual sobre la formación política en su conjunto y, por tanto, sobre la de otros miembros del partido, lo cual puede resultar lesivo de los derechos de asociación y de participación política de los no implicados en actividades ilegales. Por esta razón, sería mucho mejor seguir persiguiendo penalmente las conductas individuales, y para ello no se precisa de una nueva ley.
3. La controvertida legitimación activa para instar a la declaración de ilegalidad, habilitando para ello a diputados y senadores (artículo 10), es especialmente desafortunada. Porque convierte a los partidos mayoritarios que disponen de los 50 parlamentarios necesarios en una instancia que, a la postre, puede resultar decisoria sobre la adecuación a la ley de otros que, como ellos mismos, también ejercen la representación política del electorado. Convertir a las Cortes Generales, autoras de la ley, en parte de un proceso de ilegalización en el que entra en disputa una controversia sobre ideologías -por nefastas que algunas sean- puede resultar institucionalmente muy traumático para el sistema político. No se olvide que la libertad de expresión da cobertura a las ideas más excelsas, pero también a las más repugnantes.
4. La atribución de competencia jurisdiccional a la Sala Especial del Tribunal Supremo (una especie de pleno reducido) resulta inconveniente (artículo 10.2), como también lo es si se atribuye a la Sala de lo Civil. Al margen de que las competencias de aquélla son muy heterogéneas y alejadas materialmente de lo que significa enjuiciar la legalidad de un partido, es más que razonable pensar que este procedimiento judicial acabe ante el Tribunal Constitucional por la vía de amparo. De ser ello así, nada empece para que la discrepancia de criterios que la jurisdicción constitucional pueda llegar a mostrar suscite una indeseable confrontación de jurisdicciones. Ante este previsible riesgo, casi sería mejor atribuir la competencia directa al propio Tribunal Constitucional. Siempre, desde luego, que sus más altos representantes fuesen más discretos. Porque, atendiendo a determinadas declaraciones, no es seguro que una recusación no triunfase en el Tribunal de Estrasburgo.
5. Por otra parte, la previsión contenida en la Disposición Transitoria 2ª.2 presenta claros indicios racionales de aplicación retroactiva de la ley. Concretamente, el cambio de denominación del partido con ánimo fraudulento, antes o después de la entrada en vigor de la ley -dice-, no impedirá su aplicación. Pues bien, en la medida en que, sin duda, se trataría de una ley restrictiva de derechos, tal circunstancia queda radicalmente prohibida por la Constitución.
En fin, son éstas razones no exhaustivas, pero sí suficientes para que el legislador se piense mucho si cabe seguir por la senda que le propone el Gobierno.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.
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