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Columna
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Ni en la forma ni en el fondo

Jurídicamente, el PP y el PSOE juntos pueden hacer prácticamente todo. Pueden reformar e incluso revisar la Constitución, es decir, no sólo introducir reformas en la Constitución, sino hacer incluso una reforma total de la Constitución, hacer una Constitución completamente nueva. La mayoría más cualificada que se contempla en nuestro ordenamiento, los dos tercios de ambas Cámaras para revisar la Constitución (art. 168) está y ha estado en todas las legislaturas al alcance de UCD-PSOE o de PSOE-AP o PP.

No hay por tanto ningún reparo jurídico que pueda oponerse a la pretensión del PP y del PSOE de reformar la Ley de Partidos de 1978. La nueva ley se tendrá que aprobar con el carácter de ley orgánica, para la que sólo se exige la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. En la actual legislatura puede ser aprobada por el Grupo Parlamentario del PP sin necesitar el concurso de nadie más.

O la reforma de la Ley de Partidos se hace entre todos o es mejor que se quede como está

Ahora bien, el que no haya límites jurídicos, no quiere decir que no existan límites políticos, que no están escritos, pero que deberían ser respetados todavía más que los escritos. La democracia, en cuanto forma política, descansa en algunas premisas que no pueden ser siquiera sometidas a discusión y que, justamente por eso, no están escritas. Hay premisas que son comunes a todos los Estados democráticos; por ejemplo, que nadie puede ser condenado sin un juicio previo con todas las garantías, y hay premisas que son específicas de algunos de ellos, porque reflejan la forma en que históricamente se ha impuesto la democracia en el país. Entre esas premisas en nuestro país figura la integración de los nacionalismos en nuestro sistema político.

No se pueden establecer las reglas del juego democrático sin contar con los partidos nacionalistas. Jurídicamente se puede hacer, pero políticamente, no. Este es el criterio que presidió la transición política y el que ha presidido el desarrollo de la Constitución hasta la fecha. Ha habido excepciones importantes, como fueron los Pactos Autonómicos de 1981 y 1992, aprobados exclusivamente por UCD y PSOE, el primero, y por PSOE y PP, el segundo, pero tales exepciones se produjeron una vez que ya se habían negociado los Estatutos vasco, catalán y gallego y afectaban exclusivamente a las demás regiones. Había por tanto una coincidencia muy alta entre capacidad jurídica y legitimidad política y por eso su génesis y aplicación posterior no han planteado problemas.

Los nacionalismos son un elemento esencial de la constitución 'material' de España, sin los cuales no se pueden fijar la reglas de juego de la democracia. No se puede hacer una ley de partidos, como tampoco podría hacerse una nueva ley electoral, sin contar con ellos. La lealtad a un sistema político no puede imponerse normativamente, sino que únicamente puede exigirse si se respetan por todos las premisas indiscutibles de la democracia.

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Esto es lo que, en mi opinión, se ha roto con el proyecto de Ley de reforma de los Partidos Políticos. No es una ley de defensa de la democracia, sino de agresión a la democracia. En la forma y en el fondo. Una ley redactada no se sabe por quién, técnicamente sumamente defectuosa, de constitucionalidad más que dudosa, que más que una ley de desarrollo de un derecho fundamental, es una ley de restricción de dicho derecho, se presenta a un examen durante dos horas a una delegación del PSOE y, a partir de ahí, se considera que ya no se puede cambiar ni un punto ni una coma. ¿Qué defensa de la democracia es ésa?

La falta de lealtad del Gobierno del PP con los demás partidos del sistema político español no debería encontrar cobertura por parte de la dirección socialista. O la reforma de la Ley de Partidos se hace entre todos o es mucho mejor que se quede como está. En la forma y en el fondo supone un retroceso sobre lo que se ha venido construyendo democráticamente en España desde el comienzo de la transición.

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