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De curas casados y otros errores

La Iglesia está sometida a fuertes presiones y no es la menor de ellas la que reclama el fin del celibato eclesiástico. Confiemos en que este Papa y los que le sucedan sepa resistir tan osada embestida. El sacerdote debe ser casto, puro y sobrio. Sabemos que es tarea dura en un mundo plagado de incitaciones a los placeres de los sentidos, pero ahí está el meollo. Apenas terminada la guerra civil me llevaron a un colegio religioso en el que me hablaban mañana y tarde de oración y de pureza. De esta última, por cierto, me llenaron los oídos tiempo antes de que yo fuera consciente de qué demonio me hablaban. Uno de mis maestros me dijo un día que yo le parecía tibio, como si no me acabara de creer el catecismo y demás. Le contesté que él comía tres veces al día y yo no. Le vi palidecer y quedarse lívido. Qué demagogos, ciertos chicos.

Pues eso. La oración más valiosa es el ejemplo. Hoy como ayer, pues si en este país aún hay bolsas de extrema pobreza, en el ancho mundo cabe hablar de océanos, que no de bolsas. Es cierto que abnegados curas y monjas se juegan la piel por ahí y que a veces la pierden. De ellos será el reino de los cielos y ellos salvarán almas. Pero un cura que se desplace en coche propio, que acaso es experto en vinos y que encima se eche novia y se case con ella o con una segunda o tercera, pues que venga Dios y vea si eso es o no es un chollo.

Siglos hubo en que el clero se nutrió de hidalgos cervantinos, pero de pan y jergón y cuando había algo más era a hurtadillas. En suma: la prédica avalada por una vida de privaciones tiene credibilidad y es útil para la gente sencilla y parte de la no tan sencilla. Sométase usted a los sacrificios explícitos en su doctrina y seducirá; de lo contrario se esparcirá la impresión de que usted no cree en lo que sermonea, y si no cree usted por qué va a creer el pueblo. (Me refiero al doctrinarismo trascendente, obvio es decirlo. A lo que se cree sin pruebas; que un rico escriba en favor de los pobres es lícito, y tanto, que la mayor parte de la justicia social que hay se la debemos a gente que echó y echa piedras a su propio tejado, creyendo o sin creer en Dios). De modo que, señores curas rebeldes, pásense sin hembra, no quieran vivir como un agente de seguros, no se confundan las charlas. Que muchos tomarían por mero oficio lo que es representación de Dios en la tierra, hermoso privilegio que tendría que hacer más que llevadero el sexto mandamiento y los otros nueve. Con todo y con eso, el Vaticano y las altas instancias religiosas harían bien aplicándose a sí mismas la castidad y demás virtudes tan loablemente condensadas en los diez mandamientos; pues si en la jerarquía eclesiástica los curas y las monjas han de surtir de ejemplos a la feligresía, también este menguado ejército recibirá como lluvia de mayo para sus humanos desfallecimientos el buen ejemplo de sus superiores en rango. Lejos pues de la Iglesia las aventuras financieras que tanto se dan de puñadas con la doctrina católica medieval de la justicia conmutativa, la del justo precio y el justo salario y el préstamo sin interés; que santo Tomás de Aquino, a más de santo, era muy sabio. Lejos asimismo de la Iglesia ese demonio de la pederastia que sólo en los últimos cuatro o cinco meses se ha abatido sobre docenas de sacerdotes estadounidenses, amén de sobre alguna alta jerarquía. Lo peor de este mal ejemplo es que al clérigo delincuente sexual se le traslade de parroquia o diócesis y se indemnice en privado a la familia de las víctimas; en vez de ser entregado a la justicia para que se le juzgue código penal en mano.

Dios no ha muerto y las religiones y creencias en el más allá, tampoco. La vida actual no da pie para que tales cosas ocurran, pues el mercado sólo puede ofrecer incitaciones sucedáneas, calorías vacías para esta singular criatura humana que parece llevar inscrita en los genes la sed y el hambre de trascendencia. Así que en los albores de la biología genética, la de la reparación, sustitución o rejuvenecimiento de órganos, Dios anda de boca en boca; pero este Dios renacido posee una plasticidad al parecer irrevocable en el mundo cristiano. Así lo entendieron los sacerdotes más receptivos que, en la Jornada de la Juventud (Roma 2000), confesaron a muchas decenas de miles de los jóvenes congregados. Para estos chicos y chicas católicos, no es inmoral el preservativo ni las relaciones prematrimoniales. El control de la procreación es cuestión personal, como lo es la ingesta moderada de drogas y la asistencia a fiestas subiditas de revoluciones. Dios es, por supuesto, el punto de referencia sin el cual la vida no tendría sentido. Dios exige amor y solidaridad, pero no lleva un listado de las parejas de hecho. En suma, el grueso de la juventud cristiana de hoy se crea su propio sistema de valores con la mente puesta más en un Dios tolerante que en la rigidez coactiva de las instituciones. Con todo, el ser humano es gregario, teme la disgregación por ausencia de normas y así se aferra al supermercado de las religiones, al kitsch espiritual, esto lo tomo, esto lo dejo. Ante eso, nuestra Iglesia tradicional no sabe qué hacer. Lo que sí sabe es que se enfrenta a un nuevo universo moral que, con toda su diversidad, constituye un nuevo humanismo que acepta una sexualidad más o menos libre, pero rechaza la obviamente inmoral.

Nos tememos que la respuesta al desbarajuste social, tal como se perfila, será acicate para la dispersión de un rebaño decreciente y cada día menos homogéneo. Enzarzarse en una lucha por la recuperación de parcelas de poder institucional no va a propiciar, precisamente, un aumento de la clientela. Y sin embargo, en esa dirección se están orientando los pasos, aunque ello suponga acrecentar el desacuerdo en el seno de la misma Iglesia. Exhortar a magistrados y abogados, exigirles una objeción de conciencia según la cual el divorcio es inaceptable, por más que esté refrendado por la ley estatal, es chusco y trágico a estas alturas. Como lo es negarle el sacerdocio a la mujer sin más motivo que el no figurar en la tradición de la Iglesia; y si no, ahí tienen a la Virgen, la mujer perfecta, a la que sin embargo Cristo, su hijo, no le otorgó el rango sacerdotal (!). Aquí hay que preservar las tradiciones buenas o malas que siempre existieron y las que nunca existieron. Mientras, el infierno ya no son las llamas sino la privación de Dios, como si las llamas no privaran también de Dios. Con lo mal que lo pasé de niño.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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