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Muere a los 56 años Herbert Wernicke, uno de los grandes renovadores de la ópera

El artista alemán preparaba 'Israel en Egipto', de Haendel, para el próximo 5 de mayo

El director de escena alemán Herbert Wernicke murió el martes, a los 56 años de edad, en un hospital de Basilea (Suiza), según informó ayer en un comunicado el teatro de esta ciudad, donde preparaba su último espectáculo. La nota divulgada por el Teatro de Basilea, con el que Wernicke, uno de los grandes renovadores de la ópera, trabajaba desde hace 20 años, no dio detalles sobre los problemas de salud del director. Werniche trabajaba en la preparación de Israel en Egipto, un oratorio de Haendel que iba a ser representado el próximo 5 de mayo en Basilea.

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La noticia de la muerte de Herbert Wernicke me sorprende en Valencia, justo después de haber visitado una gran nave industrial de Sagunto reconvertida en espacio teatral y de haber exclamado espontáneamente que es un lugar ideal para una puesta en escena del director alemán. Suprema ironía. El teletipo que me leen por teléfono es escueto: 'Herbert Wernicke (Selva Negra, Alemania, 1946) ha muerto en el Hospital Central de Basilea, Suiza, el pasado martes por la noche de una corta y grave enfermedad'. En Basilea iba a dirigir Israel en Egipto el próximo 5 de mayo.

En Basilea, precisamente, fue la última vez que le vi. En su casa, la misma que en su día había habitado Erasmus y en la que preparaba, entonces, La mujer sin sombra, de Strauss, para el Metropolitan de Nueva York con Christian Tielemann, un director musical al que admiraba en el repertorio alemán. La casa de Erasmus, rediseñada por Wernicke, tenía un marcado ambiente español. Un gran cartel de Carmen Linares, otro de la Esperanza de Triana, imágenes de la Semana Santa andaluza, cerámicas populares, un botijo y un sinfín de motivos españoles desparramados hasta en la última esquina hablaban por sí solos del gran amor del director alemán por nuestro país. Varios meses al año vivía semiescondido en una casita de la provincia de Cádiz, su paraíso de este mundo, su reserva espiritual de Europa. Allí cocinaba con primor platos españoles cuyas recetas había conseguido de las señoras que iban a la compra en los mercados más insólitos. Se asentaba en la provincia de Cádiz, pero conocía al dedillo toda nuestra geografía, incluso los lugares más recónditos. La única crítica que le hice no fue teatral ni musical, sino gastronómica: no acababa de cortar correctamente a la española las patatas para la tortilla. Le afectó mucho, pero me lo perdonó.

En el Teatro Real levantó una montaña de libros para Don Quijote de Cristóbal Halffter. Nunca se ha utilizado con tal maestría y profundidad el escenario madrileño. Su sueño oculto era, no obstante, un programa doble con La revoltosa y La verbena de la Paloma, ambientado en los tiempos actuales. El San Carlos de Lisboa cierra este año su temporada con un espectáculo dedicado a Falla, de título Ay, amor, que causó sensación en su presentación en Basilea.

Escribo a golpe de lágrimas, con los recuerdos traicioneros de este teutón dulce y afectivo de cara alargada y jansenista que desprendía cariño a manos llenas tras su aspecto calculador y tímido. Era un español de Alemania, o un alemán de España, no sé, con residencia en Suiza. Era un europeo y basta.

En Aix-en-Provence puso en pie el año pasado un rompedor Falstaff. En Salzburgo dejó para la historia un Borís Godunov que abarcaba todas las etapas del pueblo ruso. A él le gustaba mucho este montaje. También en Salzburgo, en la pasada década, dejó su sello personal en Fidelio, con una escena final estremecedora, o en Los troyanos y Don Carlo, siempre con un dominio absoluto del espacio y las perspectivas, siempre con una mirada que integraba diferentes épocas, siempre buscando la síntesis desde el humanismo y el sentido trágico de la historia. Era un director conceptual, en las antípodas del decorativismo. Un director comprometido, inteligente, sin concesiones.

Su puesta en escena de El anillo del Nibelungo levantó controversias hace un par de décadas en Bruselas. Sus nuevas ideas sobre esta ópera las había empezado a plasmar en la reciente producción de la Ópera de Múnich. En Barcelona sus últimos montajes fueron Giulio Cesare, de Haendel; La Calisto, de Cavalli, con María Bayo, a la que adoraba, y Alcina, de Haendel. El barroco le atraía. En Basilea llevaba varios años con un proyecto Haendel, que quería terminar con El Mesías en 2004.

La dirección escénica de la ópera ha sufrido un durísimo golpe, con la desaparición de uno de sus artistas más profundos e innovadores, un artista que a veces ni siquiera comparecía en los saludos finales de las premières de Salzburgo, porque su trocito de felicidad le esperaba después del duro trabajo en un rincón del sur español, junto al mar.

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