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Columna
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Democracia

Resulta curioso que nadie se oponga de una manera consistente al proyecto de Ley de Partidos que pretende impulsar el PP, y mediante la cual el organismo pertinente poseería competencia para eliminar grupos políticos sospechosos de sedición al juego parlamentario: maniobra que me parece un atentado directo y manifiesto a la mecánica de la democracia. Nos puede gustar o no, pero la democracia, tal y como la han ido entendiendo los legisladores desde Montesquieu hasta aquí, significa que todo el mundo, sin importar credo, convicción o raza, puede asociarse legalmente, decir en público lo que se le antoje sin ofender, y ocupar la presidencia del gobierno para defender sus idearios. El triunfalismo y la euforia nos han hecho olvidar que la democracia es un sistema muy dudoso, que cuenta con notables taras. Ningún demócrata, si utilizamos esa palabra en su sentido estricto, podría impedir jamás que Batasuna consiguiera la dirección del Estado vasco si lo logra por medios legítimos, como no podría haber evitado que Hitler ocupase la cancillería del Reich en 1933, después del apoyo del 40% de los votos de la nación. Ser tolerante, por desgracia, significa serlo también con los que no lo son. Hay una extendida raza de arribistas, de animales políticos, que saben sacar partido a las situaciones y aprovecharse de las deficiencias del sistema. Es evidente que el nacionalismo vasco radical juega con esa baraja: aprovecha en su favor las libertades que le oferta la constitución para volverse contra ella; y si HB es ilegalizada, tendrá toda la razón del mundo en objetar que se trata de una medida antidemocrática. Amargamente, la Historia nos ha enseñado que una democracia es siempre el camino más corto para el gobierno absoluto y tiránico de un individuo. En la Atenas del siglo VI a. C. tenemos el ejemplo de Pisístrato, que bajo excusa de proteger el Estado entró en la asamblea con dos docenas de hombres armados. Luego de recorrer la espléndida biografía de Hitler por Ian Kershaw que acaba de reeditar ahora Quinteto, aprendemos también que el dictador, tras el putsch fallido de 1923, se consagró a la tarea de llegar al poder por medios lícitos, y, lo que es más, estuvo siempre seguro de que lo conseguiría. Los hechos le dieron la razón: una democracia tan moderna como la de la República de Weimar sepultó a la culta y filosófica Alemania en las peores tinieblas de su historia nacional.

Todo el mundo sabía qué clase de hombre era Jesús Gil; los tribunales han tardado años en secundar a las convicciones personales, pero estaba más que claro que las actividades de este individuo caían de lleno en la delincuencia aun cuando su nombre seguía siendo aclamado y hasta lograba el mayor número de votos en los comicios marbellíes. La democracia chocaba así contra sus propias cuerdas: cómo era posible que un sujeto de su talante chulesco, que admiraba públicamente la doctrina fascista y confesaba sentir olímpico desprecio por las ideas de sus adversarios pudiera detentar un cargo público, y además con el apoyo de una mayoría de ciudadanos. Pero si estamos para las maduras, me temo que las duras también hay que digerirlas: por mucho que el postre amenace con atragantársenos.

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