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Europa se venda los ojos

Los demógrafos explican que la forma de regular el volumen de población sobre un territorio es a través de dos flujos: el vegetativo y el migratorio. También que la existencia de hambre es el síntoma inequívoco de que en una zona determinada sobra gente, porque los recursos no alcanzan para garantizar la supervivencia. Entonces, la muerte por un lado, y el éxodo por otro, presionan sobre la masa humana hasta diezmarla. Esto ha pasado así desde que el ser humano habita el planeta, y seguirá sucediendo, con más intensidad si cabe, pues nunca la Tierra ha estado tan poblada como ahora. Ni las diferencias de nivel de vida entre los pueblos ricos y los pobres han sido tan abrumadoras, ni se han exhibido de manera tan ostentosa con la ayuda de los medios de comunicación. Así, la atracción de los primeros se vuelve irresistible para los segundos. Éstos, además, nada pierden en el cambio, ya que casi nada poseen, a excepción de la vida, un bien que, en condiciones de miseria, puede llegar a ser una pesadilla.

La perspectiva de los ricos es egoísta e insaciable. El que tiene, anhela poseer más. La acumulación se convierte en un objetivo, y en fuente de poder. Norma válida para los individuos y también para los Estados. Admiten emigrantes, unos pocos, los necesarios para efectuar los peores trabajos, pero no más, porque molestan, se perciben como un peligro para el propio bienestar y una carga social y económica. Hasta tal punto alcanza el egoísmo que impide la aplicación de políticas sensatas.

A estas alturas ya deberíamos saber que es imposible limitar los movimientos migratorios a través de la represión. No se pueden poner puertas al campo, ni cercar con alambradas las fronteras y las costas de la Unión Europea, porque además de absurdo, es ineficaz. Se sabe, pues, que la solución está en el desarrollo de los países pobres, para que dejen de serlo y puedan retener a su gente en condiciones dignas. Sin embargo, esto es precisamente lo que no se hace.

En 1969 se estableció el compromiso entre los países ricos -en una de esas cumbres históricas a las que tan aficionados son los gobernantes- de dedicar el 0,7 % del PIB para ayudas al desarrollo. Han pasado 33 años de aquello. Nunca se ha cumplido. La tasa media actual es del 0,22% del PIB y muestra una tendencia a descender. La ayuda a África ha pasado de 32 $ per cápita en 1990 a los escasos 19 $ de 1998. Por añadidura, esa ayuda nunca ha sido gratuita. Se vincula a la compra de bienes y servicios del país donante, que no renuncia a hacer su negocio con ella. Bush, en la conferencia de Monterrey del pasado marzo, inmerso en una ola de liberalismo teórico y euforia bélica, confundiendo su cruzada antiterrorista con cualquier elemento que se mueva contra los intereses norteamericanos, anunció que no tiene intención de condonar la deuda externa de los países pobres y que a partir de ahora los fondos se van a otorgar condicionados a su rentabilidad. No especificó para quién. Seguramente, para los de siempre. Nadie rechistó, como era de suponer, ante esta nueva vuelta de tuerca.

En Italia, el pasado 20 de marzo, se declaraba el estado de emergencia para luchar contra la inmigración ilegal, tras el desembarco de mil kurdos en Sicilia, a bordo del Mónica. De paso, se revisó a la baja el derecho de asilo y se amenazó a los países que originan flujos migratorios con penalizaciones económicas si no controlan el fenómeno. Penalizaciones que, por supuesto, sólo conseguirán agravarlo.

En Alemania, el 22 de marzo se aprobó una nueva Ley de inmigración que pretende abrir la puerta sólo a extranjeros selectos, con buena formación profesional. No creo que estuvieran pensando en los africanos.

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En España continuamos desbordados. Se construyen fortalezas-albergues en Canarias para alojar a los irregulares hasta su devolución a origen. El centro de Fuerteventura se asume como un almacén de personas inhabitable. En Huelva se legalizan marroquíes para que trabajen en la recolección de la fresa y, al mismo tiempo, se les deja sin empleo al contratar para ello a mujeres del este de Europa, creando una situación insostenible, en un alarde de descoordinación difícil de conseguir incluso haciéndolo adrede. La última Ley aprobada no ha conseguido sus propósitos.

Es obvio que hay un problema, que este problema es grave y, por lo tanto urgente. Sin embargo, la cumbre de Barcelona, presidida por Aznar, decide ¡aplazar la política comunitaria conjunta en materia de inmigración hasta el 2006! Hasta que cada país miembro haya aprobado su Ley, a cual más cicatera, para blindar sus fronteras. No he leído ningún argumento convincente que avale esta decisión. No importa cuántos morirán en las pateras hasta entonces, ni cuántos Mónicas se arriesguen a ser cañoneados, ni el desarrollo descontrolado de mafias dispuestas a enriquecerse con el tráfico humano, o de empresarios listos para explotarlo, ni el fomento de la xenofobia o el incremento de la delincuencia a que conducen circunstancias desesperadas. Tampoco se ha oído una voz con una propuesta para invertir en los sistemas productivos, educativos y sanitarios de Marruecos, Albania, Argelia, Bulgaria, Croacia y otros puntos calientes. Europa se pone una venda en los ojos y se parapeta en los Ministerios del Interior.

María García-LLiberós es escritora.

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