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Europa frente a las mafias

Como gran cuestión política del futuro, las opciones ideológicas y políticas progresistas plantean la creación de estructuras institucionales de control de lo que la globalización tiene de salvaje y de redistribución suficiente de la riqueza, con miras a la consecución de un suelo básico de bienestar a todo ser humano. Sin acabar con la radical y creciente segmentación económica se antoja imposible la eliminación de cualquier desorden global, singularmente la derivación precisa en que consiste el crimen organizado. En cualquier caso, desde esa ideología la función sistémica de reequilibrio económico pertenece a la política. ¿Qué le corresponde a ese entramado de sujetos y organizaciones que llamamos justicia? Algo de extrema importancia, si advertimos la clara vinculación que existe entre el capital financiero y la gran delincuencia organizada.

Como ha destacado parte de la sociología crítica, la economía criminal global constituye la expresión más acabada del desorden de la globalización. El desbarajuste llega al terrible extremo de que ni siquiera podemos calcular el -en cualquier caso enorme- monto de la masa monetaria que mueve de un modo u otro. Sin embargo, sabemos que es suficiente como para poner al borde del abismo a la mayor parte de los Estados desarrollados. Esa economía se estructura en organizaciones mafiosas de tipo empresarial, con una acusada base nacional y/o étnico-cultural, y se articula a nivel mundial mediante una red de alianzas estratégicas entre organizaciones análogas. Conocemos también que su campo de actuación viene determinado por cualquier actividad prohibida, razonablemente o no, susceptible de beneficio, singularmente el tráfico de drogas, de armas y material nuclear y de seres humanos. Por su parte, el blanqueo de capitales dota de sentido a la mafia al conectarla con la sociedad legal y a partir de ella con las instituciones públicas. Cuando ello ocurre ya no hay posibilidad de respuesta : sólo se puede acabar con el crimen cuando todavía es detectable como tal.

En efecto, el asalto a las instituciones legítimas es la primera de las tareas de la criminalidad organizada, que dedica a la corrupción política uno de sus capítulos fundamentales de gasto por una simple cuestión de supervivencia. Ello es muy preocupante en los países con sistemas sociales e institucionales desarrollados y estables, pero es decisivo en los del segundo o tercer mundo, donde acaba con las instituciones democráticas emergentes, aún débiles. Estos mismos países padecen con mayor rigor los desajustes producidos por los enormes flujos del dinero mafioso, un capital de circulación rápida, presto por naturaleza a aceptar inversiones de fuerte riesgo y por ende especialmente desestabilizador. La deslegitimación del poder público, si éste es incapaz de réplica, es directamente proporcional a la del orden social, económico y jurídico que se supone debería asegurar. Diríase que la economía ilegal, la sociedad civil negra, es el mayor aliado técnico del neoliberalismo.

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¿Qué recetas son razonables frente al tipo de delincuencia aquí considerada? Invertir en integración y desarrollo en el mundo es invertir en seguridad. Ese principio debe estar en la vanguardia de cualquier política progresista. Junto a ello, el acercamiento de la socialdemocracia a la gran delincuencia ha dejado, afortunadamente, de minusvalorar el nivel policial y judicial de respuesta al crimen global organizado. Si la Unión Europea puede llegar a ser el paradigma político con el que contestar los dislates de la mundialización, el conocido tercer pilar de su ordenamiento (Justicia e Interior) está llamado a articular de modo decisivo la respuesta democrática a la delincuencia global. Pero, en la disyuntiva respecto a la profundidad del compromiso con el tercer pilar, la tesis de la simple cooperación entre los Estados, conservando cada uno de ellos la soberanía total en las cuestiones del sistema penal, como ocurre en la actualidad, me parece claramente insuficiente para afrontar con posibilidades de éxito la lucha contra el crimen.

La integración comunitaria, y por lo tanto la cesión de soberanía por parte de los Estados hacia la Unión Europea, es la respuesta adecuada no sólo por una cuestión morfológica o por una razón de tamaño, sino porque es la manera sustantiva de crear una legislación penal única que elimine los vacíos y diferencias legales tan aprovechados por las mafias. Además, sólo la integración optimiza la suma de esfuerzos al nivel básico de la información, análisis y tratamiento de la criminalidad, y únicamente ella racionaliza adecuadamente el gasto público en esta materia. Hablar de puesta en común de políticas de tanto alcance implica considerar seriamente una Constitución específica para Europa.

La elaboración de una Constitución europea, con su consiguiente sistema de derechos y libertades fundamentales y de garantías de los mismos, es una necesidad no muy sentida por los europeos, probablemente porque todos los países de la UE tienen sus propias Constituciones democráticas, con las que sus ciudadanos ven razonablemente bien cubiertas sus necesidades de tutela de derechos. Sin embargo, desde un punto de vista general, estratégico si se quiere, una Constitución propia dotaría a la Unión Europea de una fuerza ética y política relevante en sus relaciones internacionales, sobre todo a la hora de pedir a cualquiera de sus actores, particularmente a EE UU, que acomoden a la tradición del garantismo democrático cualquier respuesta legítima al terrorismo y a la criminalidad global. A los efectos aquí considerados, un estatuto específicamente europeo de derechos fundamentales es además el antecedente lógico de cualquier regulación penal en común. Porque el derecho penal tutela en negativo los bienes y valores que la Constitución describe en positivo.

Construir un sistema penal europeo significa comunitarizar al menos la legislación relativa al paquete de delitos ya referidos en el actual Tratado de la Unión Europea (terrorismo, narcotráfico, tráfico de armas y seres humanos, corrupción y fraude). Los sistemas legales del continente y los anglosajones han alcanzado el suficiente grado de madurez como para permitirlo. La legislación común tendría que ir acompañada de la potenciación de Europol en el nivel policial y de la dación, al menos, de competencia de enjuiciamiento casacional al Tribunal de la Unión Europea en los delitos indicados, y con arreglo a una proyección territorial concreta del principio de subsidiariedad que articula el reparto objetivo de competencias en la UE. Es hora de que, mediante un avance cívico y político, hagamos el armazón institucional de lo que puede y debe ser la respuesta democrática europea a la gran delincuencia organizada.

José Antonio Alonso es vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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