Franquismo: ¿olvidar o recordar?
Con esa pregunta en forma disyuntiva, Televisió de Catalunya ha tratado recientemente la conveniencia o no de abordar lo sucedido durante el régimen político más duradero que hubo en este país en el siglo XX. Eso es algo que jamás se había hecho con semejante intensidad hasta el momento actual; hoy el tema está presente como nunca y por esa razón la iniciativa merece no sólo aplauso abierto, sino también aliento. Cada martes de cada semana del pasado marzo, los espectadores pudieron contemplar debates y documentales para decidir su posición ante el dilema. ¿Era bueno recordar? ¿O quizá resulta más adecuado olvidar, haciendo propio el anciano y castellano dicho de 'el muerto al hoyo y el vivo al bollo'? Sin embargo, el dilema propuesto es falso.
No existe opción entre olvidar o recordar. Entre otras razones porque planteado de ese modo encubre y casi conculca un derecho bastante serio, el derecho a conocer para poder comprender. Además, arrincona cualquier respuesta en el territorio íntimo de las opciones individuales, y el sí o el no se suceden indefinidamente, tediosamente, hacia la nada, hacia el absurdo.
La situación es muy distinta si vemos el conocimiento histórico como un derecho civil, como lo es el voto, como lo es el trabajo, y para garantizar su ejercicio requiere el deber del Estado en la construcción y gestión de una memoria pública que abarca desde los contenidos de los planes de estudio hasta los nombres de calles y plazas, de los monumentos que una ciudad alza a quien considera ejemplar por algo, a los nombres de centros escolares, o parques, o estaciones de metro, o la atención de los medios de comunicación públicos, o museos y centros de investigación. Con esos poderosos medios el Estado, la Administración en sus diversos niveles, olvida o recuerda siempre.
Sin embargo, casi no es necesario precisar que el lejano siglo XV no es el reciente siglo XX. No me refiero a la mayor o menor importancia de uno u otro, sino a que la proximidad de lo acontecido en el último siglo tiene el punto de lo reciente y próximo, de lo que aún a simple vista se atisba y antecede a una sociedad democrática que, lejos de ser un obsequio de la realeza, se construyó con tenacidad y con muchas vidas dañadas. Al fin y al cabo, la historia de la dictadura encabezada por el general Franco fue también la historia del riesgo por la libertad y la contribución universal de muchos hombres y mujeres de nuestro país a la humanidad, contra la cual también hombres y mujeres concretos perpetraban crímenes ciertos, documentados empíricamente, amnistiados posteriormente por la ley de 1977 y encubiertos por un miedo político y social que hoy carece de sentido.
Por ello, no es ni extraño ni gratuito que muchos deseen conocer qué sucedió y cómo sucedió. No es una opción de libertad al recuerdo personal y solitario, es un derecho público que ha sido mermado durante tiempo. La abundancia de estudios serios sobre la dictadura es una realidad positiva pero insuficiente, pues precisa la divulgación para constituir un conocimiento público que sólo puede existir con el impulso de la razón y el poder político que garantice el ejercicio de ese derecho de los ciudadanos al saber histórico.
Desde el engañoso dilema entre recordar u olvidar, a menudo aparece la tendencia a considerar que cualquier recuerdo negativo sobre la dictadura supone un mensaje de venganza. No es cierto. Tan sólo cobija y transmite conocimiento histórico para quien escucha atentamente, pues si en algún lugar vive la historia, ese lugar es sin duda la memoria. En archivos y libros, aguarda. En la memoria, habita. No deberíamos pensar en la memoria (ni trabajar con ella) como si fuera una fotografía que reproduce la imagen quieta de una situación desaparecida. Ni siquiera como algo semejante al firmamento, una muchedumbre de luces espléndidas flotando en el plasma oscuro de la historia, noticias brillantes pero muertas hace millones de años que nos cuentan como era todo antes de perecer.
La memoria es exactamente lo contrario, es supervivencia constante. A través de ella la historia sigue viviendo y reelaborando las esperanzas, proyectos o desánimo de hombres y mujeres que buscan dar un sentido a la vida, conocer, entender, para poner orden en el caos. La memoria es historia en acto y por ello alimenta la sabiduría social, y aun hoy es para muchos la fuente principal de conocimiento e interpretación de su existencia, su legado y nuestra herencia posible. Por todo ello es conveniente que la voz sea pública y no sólo libre.
En cualquier caso parece que algo se mueve hoy. La demanda de saber y entender se ha manifestado en índices de audiencia, asistencia a exposiciones o presencia del tema en la prensa escrita. Dicho de otro modo, hay ciudadanía que al parecer desea ejercer su derecho a descubrir y conocer lo mucho que en este país costó obtener la democracia. Deberíamos celebrarlo, pues ello contribuye a pensar sobre el presente, nos hace civilmente más sabios y por tanto más libres.
Quizá en un futuro próximo nuestra televisión opte por debatir sobre la responsabilidad de la Administración en garantizar con sus poderosos recursos lo que aun hoy no garantiza plenamente a los ciudadanos, el derecho a conocer el pasado franquista, los valores que conllevaba y su presencia, o no, en la sociedad contemporánea. Nuestros gobernantes deberían asegurar a tal finalidad algo más que indemnizaciones simbólicas -¿quizá un museo específico?- para reparar, a través del conocimiento, el daño sufrido, el encubrimiento de lustros y la negación intencionada.
Ricard Vinyes es historiador.
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