La guerra de Sharon
El primer ministro Sharon va a ganar su guerra, pero la va a perder Israel. La está perdiendo ya en prestigio y credibilidad internacional, al extremo de que no es exagerado decir que nunca, en toda su existencia, han sido tan unánimes y severas las críticas contra el Estado israelí como las desatadas a partir de la invasión por el Tsahal de las ciudades, aldeas y campos de refugiados palestinos, cuyos extremos de ferocidad han provocado una muy legítima consternación en el mundo entero, sin excluir la censura del amigo más generoso y leal de Israel: los Estados Unidos. Para muestra, basta este párrafo del severísimo editorial de The New York Times del 10 de abril, titulado, significativamente, `Sharon insulta a América´: 'Los cañones israelíes, sus toques de queda, sus barreras militares están atropellando las vidas, la subsistencia y la dignidad de las poblaciones civiles'. Leo este texto casi al mismo tiempo que Ernesto Sábato, el escritor latinoamericano que con más convicción y constancia defiende la causa de Israel desde hace medio siglo, pide, en Madrid, 'con la misma contundencia que cese la masacre contra el pueblo palestino'.
Ni el periódico neoyorquino, ni Sábato, ni el autor de este artículo, ni la inmensa mayoría de los millones de personas escandalizadas en los cinco continentes por la brutalidad de la invasión israelí y sus bombardeos a ciudades abiertas, demolición de hogares, secuestros, asesinatos, redadas masivas, destrucción de los servicios básicos y castigo inmisericorde y sistemático de la población civil palestina -incluyendo ancianos, niños y mujeres, como se ha visto en Yenín- tiene la menor simpatía por las acciones terroristas de la Yihad Islámica y de Hamás, que condenan como la intolerable manifestación de barbarie que son. Ni cuestionan el derecho y el deber de Israel de defenderse contra los kamikazes que hacen volar cafés, autobuses y comercios sacrificando decenas de inocentes. Pero un Estado democrático, como, pese a todo, lo ha sido Israel hasta ahora aun en los momentos más críticos de su historia, no combate el terror con un terror multiplicado sin lastimar su legitimidad y sus credenciales de país libre y civilizado. Y eso es lo que va a ocurrir, comprometiendo gravemente el futuro de Israel, si la presión de la comunidad internacional y un sobresalto democrático interno no ponen fin cuanto antes a la insensata política de Ariel Sharon.
Esta política es insensata, pero no incoherente ni ciega. Tiene la lógica de hierro de esas utopías que se vacunan a sí mismas contra cualquier crítica posible apartándose de la realidad mediante actos de fe y afirmaciones dogmáticas. La cortina de humo con que se justifica -que la operación militar no tiene otro objetivo que 'acabar con la infraestructura terrorista'- en verdad presupone esta idea: que Israel sólo conseguirá la paz y la seguridad infligiendo una derrota militar y un escarmiento tal a las poblaciones palestinas que éstas no tendrán otra alternativa que aceptar todas las condiciones que les imponga el Gobierno israelí, pues entenderán que ése será el precio de su supervivencia. Sharon cree contar, para materializar este objetivo estratégico, con la formidable superioridad militar de Israel, no sólo sobre las bandas pobremente armadas de la Autoridad Nacional Palestina, sino sobre las fuerzas bélicas de todos los países árabes colindantes, y con la seguridad de que Estados Unidos, por más que haga gestos reprobatorios y adopte ocasionales actitudes críticas, terminará siempre prestándole todo el apoyo logístico y diplomático que necesite, el único apoyo que cuenta en términos prácticos, aun cuando el resto de la comunidad de naciones y todos los organismos internacionales, empezando por la ONU y la Unión Europea, condenen su proceder.
La arrogancia nubla la visión objetiva de la realidad y lleva a menudo a menospreciar al adversario. Eso debería saberlo, mejor que nadie, el general Sharon, ya que es judío, ciudadano de un pueblo que a lo largo de la historia ha mostrado una prodigiosa capacidad de supervivencia contra poderosísimos enemigos que hicieron lo posible y lo imposible por acabar con él, despojándolo de su fe y su cultura o exterminándolo físicamente. No lo consiguieron y, más bien, las persecuciones, los pogromos y el holocausto le dieron la fortaleza y voluntad de lucha sin las cuales no existiría ese país moderno y próspero que es Israel. La guerra que Sharon le ha declarado no va a poner de rodillas al pueblo palestino, y, más bien, va a aumentar su desesperación y su voluntad de resistir a ese adversario superior, con las armas a su alcance, las que sea, incluso las bombas humanas. Lo cual significa que, a menos de que Sharon, siguiendo la lógica demencial de su razonamiento, decida el puro y simple exterminio de todos los palestinos, algo que ni la opinión internacional ni la propia sociedad israelí tolerarían, la famosa 'estructura terrorista', en vez de desaparecer bajo el peso de los bombardeos y los tanques del Tsahal, va a extenderse hasta tener los mismos contornos que la sociedad palestina. Eso está empezando a ocurrir ya, como lo muestra el minucioso informe de Time de esta semana, en el que se revela que, a diferencia de hace unos meses, cuando la Yihad Islámica y Hamás debían buscar a sus kamikazes en los márgenes ultrarradicales y fundamentalistas, luego del advenimiento de Sharon y su política de mano dura, los terroristas palestinos proceden de los sectores medios y tradicionalmente moderados de la sociedad palestina.
Cerrando las puertas a toda negociación, decretando que toda solución pasa por las armas, negándose a reconocer como interlocutores válidos a las autoridades que los propios palestinos se han dado, el Gobierno de Sharon no sólo está propiciando un incremento sin precedentes del terrorismo que se encarniza salvajemente con la inerme población civil israelí. Además, ha conseguido devolverle una popularidad y un liderazgo que estaba perdiendo a pasos rápidos a su odiado Arafat, quien, desde el refugio donde lo tiene secuestrado y humillado el bloqueo israelí, ha pasado a ser un héroe poco menos que mítico para un pueblo palestino y un mundo árabe que, debido a su mediocre gestión manchada por corruptelas y a su zigzagueante política, lo tenían hasta hace poco como una figura opacada y en vías de extinción.
Sharon y los ultras que como él dan por hecho que, debido a la fuerza y eficacia del lobby israelí en Washington, Estados
Unidos será siempre un aliado incondicional, corren el riesgo de equivocarse. Para todo hay límites, incluso para la solidaridad con un aliado que se extralimita y, como ha ocurrido en este caso, se permite desoír, con desplantes insolentes, el urgente pedido de moderación del amigo más fiel, que, además, le proporciona la muy generosa ayuda anual de unos tres mil millones de dólares. En las actuales circunstancias, la política apocalíptica de Sharon ha creado un problema serio a la diplomacia norteamericana, empeñada en reclutar el apoyo de los gobiernos 'moderados' árabes en su campaña contra el terrorismo internacional. Este empeño se ha visto cortado en seco por los sucesos del Medio Oriente, y la invasión militar de Israel a las ciudades y campos palestinos ha traído como consecuencia inmediata un recrudecimiento veloz del sentimiento anti-estadounidense en todo el mundo árabe. Por eso son cada vez más numerosas las voces que en Estados Unidos piden al Gobierno una revisión de su política de apoyo indiscriminado e incondicional a Israel. Qué duda cabe que las iniciativas guerreristas de Sharon de estos últimos días las cargan de razón.
¿Qué porcentaje de la población de Israel apoya la política de Ariel Sharon? Las encuestas dicen que una mayoría significativa. Esto es, sin duda, el aspecto más grave, cara al futuro, de la crisis presente. Es comprensible, desde luego, que, enfurecida con la monstruosa oleada de atentados terroristas, la opinión pública israelí se haya dejado obnubilar por el extremismo ultranacionalista delirante de Ariel Sharon, creyéndole que mediante una acción armada fulminante, implacable, contra los palestinos, se pondría fin de raíz a la inseguridad y la incertidumbre en que Israel vive. Pero, a estas alturas ya es más que evidente que semejante estrategia es contraproducente, como tratar de apagar un incendio a baldazos de combustible. Si no hay una reacción crítica de parte de la opinión pública israelí, y, más bien, ante la continuación de los atentados, ella se enquista en el radicalismo sosteniendo con sus votos a los halcones fundamentalistas de su Gobierno (los hay todavía peores que Sharon), todo el Medio Oriente puede arder en un conflicto de incalculables consecuencias. Y, contrariamente a lo que suponen los designios catastrofistas de Sharon, de estallar este conflicto generalizado en la región, el pequeño Israel no tiene nada que ganar y sí mucho que perder.
El sábado 6 de abril, unos quince mil israelíes tuvieron la valentía y la decencia de manifestarse en Tel Aviv contra las operaciones de guerra del Tsahal, coreando 'No a la ocupación' y 'Sí a la paz'. Y el presidente del Parlamento de Israel, el laborista Abraham Burg, así como el ex ministro de Relaciones Exteriores y parlamentario laborista Shlomo Ben Ami, se han pronunciado en términos muy claros por el retiro inmediato de los territorios ocupados, y, por lo menos el primero de ellos, por el retiro del Partido Laborista de la coalición del Gobierno que preside Sharon. Hay que desear que estos no sean ejemplos aislados de lucidez y mesura, sino expresiones de una corriente de opinión en Israel que, sacudida por los acontecimientos de los últimos días, crezca hasta hacerse escuchar.
Porque éste es el camino de la sensatez, el único que puede conducir, más tarde o más temprano, a esa paz que los extremistas de ambos bandos han conseguido eclipsar, saboteando primero los acuerdos de Oslo, asesinando a Rabin, frustrando la negociación de Camp David en que Israel hizo las mayores concesiones que había hecho nunca, desencadenando una campaña de acciones terroristas y, por último, llevando al poder a un extremista dogmático como Sharon. La opinión internacional debe movilizarse con energía exigiendo la retirada del Tsahal de los territorios y ciudades palestinos invadidos y el inicio de negociaciones inmediatas sobre la base de la propuesta del príncipe heredero de Arabia Saudita que ofrece el reconocimiento de Israel por todos los países árabes a cambio del retiro israelí de todos los dominios ocupados en 1967.
© Mario Vargas Llosa, 2002. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2002.
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