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UN MUNDO FELIZ UN MUNDO FELIZ
Columna
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Familias estresadas

Que los hijos ya no llegan con un pan debajo del brazo, como se decía antes, es algo que se sabe desde hace mucho. Tanto, que la natalidad en España baja desde los últimos tiempos del franquismo, según decía el entonces famoso informe Foessa. Pero de entonces, cuando los hijos parecían garantizar el futuro de los padres, a hoy, en que -digámoslo con claridad- un hijo puede poner en aprietos serios a sus progenitores, hay todo un trecho.

¿Dan miedo los hijos? Pues eso es lo que parece. He escuchado múltiples, diversas y, a veces, opuestas razones que confirman ese temor de parejas jóvenes a tener hijos. ¿Sabremos cuidarlo? ¿Tendremos suficiente dinero para mantenerlo, darle una educación? ¿Lograremos que sea feliz? Ah, porque hoy día no hay padre o madre que no haya interiorizado ese deseo de felicidad y lo proyecte en el hecho de procrear. ¡Los hijos tienen que ser felices!, oiga. Y ¿quién es el iluso que se atreve a desafiar esta norma social? Quizá esos bebés abandonados en contenedores o a la puerta de un hospital nos hablan de este complicado proceso que es responsabilizarse de una nueva vida. Porque acaso los jóvenes -esos que no tienen hijos- no son unos comodones, sino que valoran la responsabilidad, y muy pocos son capaces de liarse la manta a la cabeza para parir.

Los jóvenes observan -creo que con horror- lo que sucede en tantas familias. Precariedad para pagar la vivienda, incertidumbre laboral -por eso mismo trabajan tantas mujeres, es necesario un doble sueldo en casa-, horarios irracionales y agotadores. Criar un hijo es una competición: búsqueda de guarderías, de ayudas, en una etapa; en otra, remedios para el fracaso escolar; luego la preocupación del botellón y las pastillas; finalmente, el vía crucis de los estudios y del trabajo. Todo eso aderezado con no pocas dosis de mal humor y de fatídicos descubrimientos como el desencuentro de los padres. Como compensación a todo eso, unas horitas mirando la televisión, que, quizá, acaben en cierta frustración ante los nuevos deseos insatisfechos que se descubren. Si hay suerte, y dinero, alguna que otra escapada al campo. Y vuelta a empezar.

Esto, o algo parecido -en cualquier caso, una familia estresada por la competición de querer ser familia-, puede ser el horizonte para los que tienen la edad oportuna. ¿A quién le tienta el panorama? Porque luego está esa responsabilidad de educar que aún se le exige a la familia: una responsabilidad que hoy básicamente consiste en que el niño no tenga como profesor exclusivo a la televisión. ¿Qué padre o madre puede con tan poderoso catedrático de la vida? ¿Qué maestro se atreve a medirse con la tele?

Que baje la natalidad y que las familias estén en permanente crisis parece algo muy nuevo, pero la situación se ha ido gestando a pulso. Las mujeres ya lo decían. La diferencia es que ahora se enteran los hombres, y los políticos se llevan las manos a la cabeza. Con razón. Sin niños no hay futuro. Con tantos viejos, tampoco.

Es el resultado de un gran desprecio por todo lo que no sea un individuo capaz de producir: niños y viejos no producen, sólo gastan. Esa ha sido la idea básica. Ahora, escandalizados, unos y otros intentan poner algunos parches: subvenciones -ridículas- por hijos, desgravaciones poco convincentes. Parches. No es eso. No es eso. Si se quiere acabar con el estrés de las familias sólo hay una buena receta: trabajo digno, estable, respetado, normal. Trabajos que motiven a todos a hacer bien las cosas de la vida. ¿Un imposible? Tal como están las cosas, desde luego. Por ello, lo que parece es que las familias seguirán estresadas largo tiempo. Sin fuerzas. ¿Hasta que se extinga la especie?

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