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Columna
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El embudo

Pasé el martes entero en Barcelona. Tenía un compromiso a primera hora de la mañana y otro al final de la tarde. Podría haber rellenado las horas libres cultivando la amistad, visitando exposiciones o paseando gozosamente. Pero el deber me llamaba. Resuelta la gestión matinal, decidí buscar un lugar apacible para consagrarme a unos papeles y libros que traía conmigo. Me propuse buscar una biblioteca. Me encontraba en el Eixample y recordé mis tiempos universitarios. Pensé en la biblioteca de la Universidad de Barcelona, que yo, a pesar de ser alumno de la Autónoma, solía frecuentar, sin impedimento alguno, a mediados de la década de 1970. Bajé por la calle de Balmes, entré en la universidad, observé, melancólico, los claustros y localicé la puerta de la biblioteca. Enseguida supe que no podría quedarme. Siguiendo la moda que han impuesto los técnicos en biblioteconomía, ya no hay mesas ni sillas en aquel noble recinto (que, por cierto, según creo recordar, ha cumplido durante décadas la función de biblioteca provincial, la misma que, después de incomprensibles décadas de espera, las administraciones decidieron instalar en el Born).

Salí del vetusto edificio y entré en el Raval por la calle de Tallers. Me dirigia a la Biblioteca de Catalunya pensando también en mis años mozos. En aquel entonces los estudiantes no eran muy bien recibidos. La biblioteca, nos repetían los conserjes y las bibliotecarias, era para los estudiosos, no para los estudiantes. El saber ocupaba lugar. Y sigue ocupándolo: unos grandes carteles reciben al visitante instándole a abandonar sus libros y apuntes. Los estudiantes siguen siendo los enemigos de los bibliotecarios, pensé, aunque enseguida me arrepentí de mi demagógica ocurrencia. Ciertamente, las bibliotecas que albergan fondos excepcionales deben dar preferencia a los investigadores. A través del grueso cristal separador, contemplé, resignado, unas mesas vacías. Es lógico que las bibliotecas de alto nivel protejan sus instalaciones de las avalanchas de los jóvenes que no tienen donde estudiar. Los hay a miles. Miles de estudiantes de secundaria o de universidad, cuyas familias habitan en pisitos de frágiles tabiques, en los que la tele de la abuela o el compacto del hermano convierten el estudio en una imposible aventura.

Recordé que allí mismo, en el otro extremo del jardín, existía en mis tiempos una pequeña biblioteca infantil. Pensé que ahora estaría convertida en biblioteca de barrio. Eran las 12.15 horas. Estaba cerrada. Una ínfima nota ilegible informaba de algo en la polvorienta puerta. Recordé entonces mi añorado refugio estudiantil. ¡El Ateneo! Raudo y veloz, llegué a la calle de Canuda. He ahí la entrañable patria de Guimerà, Sagarra, Xènius y Pla. Las bruñidas mesas también estaban vacías. Cometí el error de preguntar a una bibliotecaria si podía pasar unas horas allí, a pesar de carecer del carnet de socio. Lo tuve, en mis tiempos, me justifiqué. 'Tengo la obligación de decirle que sin carnet no puede usted usar estas instalaciones'. Soy un ínfimo, aunque voluntarioso, epígono de Pla, imploré. Pero ella, impasible, repitió su negativa frase. Salí cabizbajo. Después de comprobar que tampoco en la Casa Elizalde había espacio para un vagabundo con libros, acabé en un bar, rodeado de turistas.

Sería estúpido extraer de esta extravagante experiencia conclusión alguna. No pretendo apoyar, indirectamente, a los que en estos últimos días se inclinan por los libros en contra de las piedras del Born. El dilema me parece futbolero. Dejemos a un lado, por un momento, los poderosos vínculos entre política cultural y fomento de la identidad (por razonada e interesante que sea la pretensión de conservar los restos de la ciudad bombardeada por Felipe V, es lógico que, después de tantos años dando vueltas a la noria del pasado, algunos ciudadanos que también pagan impuestos se sientan mareados) y centrémonos en la política cultural propiamente dicha. ¿Quién decide lo que debe hacerse en cultura? Unos técnicos a quienes nadie discute nada, avalados por personalidades cuyos intereses intelectuales coinciden demasiadas veces con los gremiales. Se levantan teatros, se erigen auditorios y bibliotecas, se reconstruye el Liceo, se restauran iglesias, palacios y ruinas, pero la reflexión siempre es epidérmica. Me gusta o me repugna. Moderno o anacrónico. Genuino o extraño. Todos los partidos aceptan el predominio tecnocrático. Un solo ejemplo basta: el modelo nórdico de bibliotecas que se ha impuesto entre nosotros expulsa a los usuarios de estos recintos, como si el nivel medio de las viviendas catalanes fuera equiparable al sueco. Nadie cuestiona el modelo. No digo que deba cambiarse, digo que debería discutirse. Y subrayo la evidente necesidad no sólo de edificar bibliotecas, sino de conectarlas con las necesidades sociales. ¿Si la educación está por los suelos, nuestras bibliotecas pueden estar en los cielos suecos? Parece claro que el mundo cultural convergente y el socialista coinciden. Con el mismo entusiasmo, aunque con gracia distinta, ambos vinculan la cultura a la industria del ocio. Museos, auditorios, patrimonio y teatros sirven para alimentar las almas de un influente (y solvente) segmento de la población, ávido de algo más que consumo puro, duro y trivial. Pero, por encima de todo, sirven para alimentar la propuesta turística. Vivo en Girona, ciudad que se ha convertido en paradigma del atractivo cultural. Nuestras piedras conforman, más que un símbolo identitario, un fenomenal parque de atracciones históricas. También aquí esperamos la reforma de la biblioteca provincial, que llora de pena en un ajado hospicio. Si un día llega a ser reformada, será como la de Estocolmo. Útil para los estudiosos, inútil para miles de estudiantes corrientes. Más allá de los dilemas maniqueos, es en este punto, a mi entender, donde se atasca el embudo cultural. Se atasca, pero no inquieta. La repercusión social de la cultura ya no interesa a nadie.

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