Construir ciudad
La resolución judicial dictada por el Pleno de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia por la que, tras años de resistencia social y batalla jurídica, se accede a la petición vecinal de suspensión de la demoliciones de edificios que preveía el Plan Especial de Protección y Reforma Interior Cabanyal-Canyamelar (PEPRI) impulsado con sorda tozudez por la mayoría popular que controla el Ayuntamiento de la ciudad de Valencia, trae a primera línea de actualidad una pregunta muy oportuna: ¿Quién construye la ciudad? La respuesta requiere de una reflexión previa. ¿Es la ciudad el simple resultado del establecimiento, más o menos definitivo, de un grupo humano?, ¿lo es el mero agregado de edificaciones con mayor o menor pretensión de permanencia?, ¿surge con la creación de la organización administrativa a la que se encomienda procurar la satisfacción de problemas prácticos derivados de tal asentamiento? En suma: ¿Será humanidad, espacio físico o aparato burocrático?, ¿carne o emociones o piedra y poder? La ciudad es, obvio resulta ahora recordarlo, una obra humana, un producto de la necesidad pero también de la imaginación de esta contradictoria especie de la que nos decimos partícipes. Más aún, tal vez de todos aquellos objetos que esta especie ha sido capaz de producir, sea el artefacto más singular en cuanto que, desde su mismo origen, la ciudad adquiere una peculiar vida propia. Es esta cualidad de organismo dinámico capaz de interactuar con el medio y con quienes la habitan, al tiempo escenario y hacedora de un modo de vida, producto y origen de una determinada cultura, espacio para la libertad y lugar de segregación social, ámbito de lo diverso y referencia de identidad..., todo ello la otorga buena parte de su paradójico perfil.
Permanentemente reedificada sobre sí misma, la ciudad sería pues un agregado histórico demasiado rico, complejo y contradictorio como para poder atribuir su paternidad exclusiva a acto alguno, sea único o sucesivos, de planificación creadora. Muy al contrario, es una obra colectiva. Por ello excede con mucho no sólo el tiempo de mandato de cualquier gobierno, sino incluso la duración de nuestras propias vidas, que algunas trascendentales decisiones no debieran adoptarse sino a través de un proceso ampliamente participativo y tras obtener el más amplio consenso social.
Lo decíamos ya en estas mismas páginas a propósito de la aprobación inicial del PEPRI del Cabanyal-Canyamelar por el pleno del Ayuntamiento de Valencia (EL PAÍS, 11 de marzo de 1999). Aquellas decisiones que se caracterizan, como el caso de la proyectada prolongación de la avenida de Blasco Ibáñez, por su trascendencia urbanística, social y cultural y muy especialmente por cuanto comportan transformaciones y efectos irreversibles para la ciudad no pueden, en una verdadera democracia, ser adoptadas invocando por toda legitimidad una simple mayoría electoral.
Por ello el actual gobierno municipal presidido por Rita Barberá se equivoca gravemente una vez más cuando en su recurso invoca el respaldo en las urnas obtenido en su día como si en lugar de simples votos disfrutase de un contrato unilateral de adhesión ciudadana a todos y cada uno de los contenidos de un, por definición, coyuntural programa electoral. Pero es más, nuestro sistema democrático-representativo prohíbe expresamente que los representantes populares puedan estar ligados por el denominado mandato imperativo lo que, de manera muy sintética, significaría la imposibilidad de exigir a aquéllos que actúen bajo directriz alguna procedente incluso de sus mismos electores, de tal suerte que ni tan siquiera el invocado programa tiene carácter obligatorio para los elegidos ¿Cómo podría pretenderse entonces que deba se obligatoriamente soportado por los ciudadanos?
Resulta cuanto menos propio del peor cinismo político el defender que los elegidos puedan estar exentos de compromiso alguno por sus promesas electorales y, por el contrario, los electores queden uncidos para cuatro años a todos y cada uno de los epígrafes de un programa en cuya redacción no han intervenido y que se han visto obligados a aceptar en su conjunto, tras el escaso debate de ideas que caracteriza en nuestras tierras a las campañas electorales.
La actitud del Partido Popular en este conflicto contrasta clamorosamente con la mantenida por los vecinos y vecinas del barrio y cuantas entidades, partidos o meros ciudadanos y ciudadanas hemos celebrado la resolución judicial que suspende cautelarmente las demoliciones y la expulsión y correlativo desarraigo de los casi 2.000 afectados por la actuación municipal. De una parte silencio y cerrazón municipal como respuesta a los llamamientos al diálogo y a la reflexión por parte de la Plataforma Salvem el Cabanyal-Canyameral, cuyo último exponente es la carta abierta dirigida a la alcaldesa y, de otra, descalificaciones y bravuconerias tales como calificar de trogloditas y cavernícolas a la oposición o alentar el fantasma de la degradación tras declarar que se intensificarán las actuaciones en el resto del ámbito afectado por el PEPRI, abandonando toda actuación rehabilitadora en la zona objeto de suspensión judicial. Zona que precisamente ostenta una merecida declaración de Bien de Interés Cultural por un acuerdo del Gobierno Valenciano que se remonta a 1993.
El empecinamiento y la prepotencia de la señora Barberá no es un hecho aislado, su actitud está a la altura de la de otros insignes representantes de su partido que, el pasado noviembre, rechazaron, sin siquiera entrar a debatir el contenido, la primera Iniciativa Legislativa Popular en la historia de nuestra democracia con la que se pretendía la ordenación y protección de l'Horta y que fue avalada con su firma por casi 118.000 valencianos y valencianas.
Día a día, la nefasta alianza entre políticos y mercaderes inmobiliarios, proyecta y acomete actuaciones como la prevista reclasificación de suelo no urbanizable dentro de los ya estrechos límites del parque natural de L'Albufera en la pedanía de Pinedo con el fin de albergar viviendas unifamiliares o la inminente ocupación de los terrenos de La Punta afectados por la innecesaria y desmesurada operación de ampliación del puerto (ZAL); operaciones ambas sospechosamente conectadas en el espacio y en el tiempo y que hacen pensar en una operación especulativa de gran calado en el borde sureste de la ciudad, cuyos límites vendrían definidos por el litoral, el Saler y el barranco de Xiva, cuyas obras de hormigonado se encuentran, curiosamente, en trámite de licitación contra el parecer de numerosos expertos y bajo amenaza de sanción por la mismísima Comisión Europea. Aristóteles en su Política defendía que no eran las piedras sino la ciudadanía quienes hacían la ciudad. Si quienes enarbolaron en los años de la transición las banderas de la defensa del cauce del Turia o el Saler (el llit del Turia es nostre i el volem verd; el Saler per al poble...) hubieran renunciado a su derecho a hacer ciudad, las generaciones actuales no disfrutarían hoy de tan valioso patrimonio que, de otro modo, se hubiera perdido para siempre por la ceguera o mala fe de los políticos. Por la misma razón, las ciudadanas y ciudadanos de hoy tenemos una responsabilidad actual y para con las generaciones futuras de la que no podemos hacer dejación: combatir las agresiones contra el patrimonio, defender nuestro entorno, construir ciudad.
Antonio Montiel es abogado.
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