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Columna
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Coraje

Josep Ramoneda

Las expresiones de malestar político se suceden en toda Europa. Tres hechos han llamado especialmente la atención en las últimas semanas: la amplitud creciente de los movimientos críticos con la globalización, la masiva manifestación de rechazo al régimen de Berlusconi en Italia y el presunto voto radical o antisistema que detectan las encuestas en sus previsiones para las próximas presidenciales francesas, en que la extrema izquierda y la extrema derecha podrían sumar en torno al 25% de los votos. Al lado de estos momentos de especial luminosidad mediática podríamos encontrar muchos otros síntomas de menor impacto, pero tanto o más significativos, que van desde el aumento de la abstención hasta una despolitización generalizada sólo rota por acciones aisladas fruto de la creación espontánea de lo que algunos llaman comunidades afectivas frente a un acontecimiento concreto. La pregunta que está en el aire es si estas nuevas expresiones de malestar corresponden al mismo modelo o tienen algún mayor calado como síntoma de una cierta repolitización de una sociedad que no se siente cómoda con el modo en que se hacen las cosas y que está saturada de ver el dinero como vara de medir ideológica de todas las cosas.

Ante estos síntomas de insatisfacción se perfilan dos respuestas desde los grandes partidos políticos. La primera es pensar que siguen siendo movimientos pasajeros, que es lo que está haciendo la mayor parte de la derecha europea desde Aznar a Berlusconi, que sólo busca descalificarlos y, si se puede, criminalizarlos. La derecha se siente respaldada por un caudal de tan ambiguas proporciones como es la llamada mayoría silenciosa, que calla, vota y otorga. La segunda opción es considerar que no todo es ruido, que estos síntomas son expresión de problemas reales y que hay que atender algunos de los mensajes que vienen de la protesta. Es la actitud de una parte de la izquierda (y algún sector de la derecha) que no consigue evitar, sin embargo, la sensación de cierto desconcierto y, sobre todo, de inseguridad. De miedo a que, si ponen el oído demasiado atento a los cantos de la calle, pierdan sensibilidad hacia este conjunto vacío que tanto les atrae y que se llama centro.

Todo sistema político es un mecanismo de producción y reproducción de élites dirigentes que, para asegurar su continuidad, debe resultar aceptable para una amplia mayoría de la sociedad y, a la vez, no poner en peligro a quienes poseen la hegemonía en las relaciones de intereses económicos y sociales. El democrático, también. A veces hay que decir estas obviedades para los que todavía se sorprenden, por ejemplo, de que el peso principal de la carga impositiva caiga sobre las clases medias asalariadas y no sobre las clases altas. Los sistemas políticos entran en dificultades si no consiguen que la mayoría los considere beneficiosos para sus intereses (es decir, si quiebra el consenso) o, al contrario, si las élites se sienten amenazadas en sus intereses. En ambos casos la tentación de las élites es acudir a la fuerza y aguantar hasta que la brecha se agrande tanto que engulla el sistema. La democracia es, de todos los sistemas, el que hace posible un más amplio margen de participación y, por tanto, una mejor activación del consenso. Por eso, en democracia los gobernantes tienen mayor legitimidad que en cualquier otro régimen. Cuanto más amplio es el espacio de lo posible, cuanto más alto es el grado de pluralidad, mayor calidad tiene la democracia. Lo que en este momento se contesta es precisamente esta calidad. La pregunta es: ¿hasta qué punto las democracias europeas han ido estrechando el terreno de juego, conformando unas élites que tienen un carácter cada vez más homogéneo y cerrado, con verdaderas dificultades para incorporar al sistema político la pluralidad social real?

El motor de este malestar ha sido la sumisión de la política a la economía en la que han coincidido derechas e izquierdas presas de un síndrome de impotencia aceptado con distinta complacencia pero que muchos gobernantes han alentado sin vergüenza alguna. Las democracias europeas han evolucionado así por la vía del consenso pasivo. El marco privado ha sido el territorio en el que se ha recogido la ciudadanía, después de entender que poco tenía que esperar de los gobernantes. Salvo confirmar lo que ya sabía: que la vida es dura. Pero en la Europa alfabetizada los colchones que amortiguan la dureza cotidiana -de las religiones a las creencias ideológicas- ya no tienen la virtualidad que tenían. Es mucho más difícil que cuelen las promesas y esperanzas que dan argumentos a la resignación. El despliegue de la globalización -con la toma de conciencia de que el primer mundo no esta a salvo del riesgo- ha hecho el resto.

Y ahí está un malestar real, en el que hay de todo: también mucho desconcierto; y, cómo no, el conservadurismo espontáneo ante el vértigo del cambio. En este sentido, es emblemático el boom de Arlette Laguillier, en Francia. Esta veterana trotskista compendia algunos de los peores valores del pasado: bolchevique de pies a cabeza, contraria a la democracia y defensora de la dictadura del proletariado. Desde 1974 (en que obtuvo 500.000 votos, el 2,5%) se presenta sin falta a las elecciones presidenciales. Se le atribuye ahora el 10% de intenciones de voto. El argumento dominante en su favor es que es una mujer fiel a sus ideas. Pobre argumento para tiempos tan acelerados, tan pobre que este inesperado crecimiento de la Laguillier sólo puede entenderse como un aviso a la izquierda que ésta no debería desatender.

Sé que es una petición absurda porque los políticos viven al día, pendientes de las encuestas. Pero mirar más lejos, a veces, puede ser rentable, por lo menos a medio plazo porque, como dice Shlomo Ben Ami de su propio partido, el laborista de Israel, 'a un movimiento histórico le está prohibido debilitarse y promover la pérdida de las referencias: el poder ocupando el lugar de la ideología. Si esto llegase a suceder, el partido quedaría condenado a no ser más que una combinación para ocupar determinados ministerios'. La sensación que parte de la ciudadanía tiene es que, por lo menos en Europa, esto ya ha ocurrido. Por eso, los ciudadanos expresan su malestar. Demasiado oportunismo y poca consistencia en sus posiciones. Esta es la diferencia entre el tipo de políticos que van a Israel y se vuelven con el rabo entre las piernas sin rechistar cuando Sharon les impide entrevistarse con Arafat y el tipo de político que anuncia que se entrevistará con Arafat y que le paren los soldados israelíes si Sharon se atreve. ¿Por qué nadie ha demostrado este elemental coraje?

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