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Columna
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Movilidad urbana

Me da pena el concejal de trafico. No me refiero al actual concejal de tráfico, que también, sino a cualquiera de los concejales de trafico que en Madrid han sido y serán. Es un cargo terrible, uno de esos puestos imposibles cuya labor conduce inexorablemente a la melancolía. Y es que en el hipotético y utópico caso de que un genio de la naturaleza lograra, por arte de magia, el aumentar la fluidez circulatoria en las calles de la capital su conquista sería irremediablemente temporal.

El irresistible placer de transitar cómodamente por las calles de la capital a bordo de un vehículo privado terminaría atrayendo nuevamente a cientos de miles de coches, atascándolas de nuevo. El encantamiento desaparecería. Tal vez por ello la palabra tráfico se ha convertido en una especie de maldición y el Gobierno municipal haya escogido el eufemístico apelativo Movilidad Urbana para denominar esa frustrante concejalía cuya guerra todos dan por perdida. Todos, menos el titular de turno que, al asumir sus funciones, es previamente sometido a sesiones intensivas de automotivación para afrontar el cargo sin riesgo de sufrir trastornos psíquicos o tendencias suicidas.

Cómo, si no, puede ocuparse alguien del movimiento de dos millones de coches en una ciudad en la que sólo caben la mitad y donde la inmensa mayoría de los conductores hace lo que les da la gana. Cómo aceptar esas largas hileras de vehículos en doble y triple fila en la más absoluta impunidad sin caer en depresiones profundas o imaginarse gobernante de una república bananera. Debe ser difícil mantener el ánimo y la cordura. Hace unos días fui víctima de uno de esos tipos que deja su automóvil aparcado bloqueando la salida y se marcha tranquilamente. Son de una raza especial. El suyo es un cuajo asombroso que les permite abandonar el escenario del crimen sin dejar una triste nota o un teléfono móvil al que avisar si necesitas ejercer el derecho a usar tu coche. Me tuvo más de veinticinco minutos paralizado y sumido en la más humillante de las impotencias.

Ni que decir tiene que, en ese espacio de tiempo que hube de restar a mi actividad profesional, toqué reiteradamente la bocina y avisé a la Policía Municipal reclamando auxilio. Lo primero no hizo sino cosechar las justificadas quejas del vecindario, mientras que lo segundo fue perfectamente inútil porque nadie que portara galones hizo allí acto de presencia. Cuando se dignó aparecer el infractor no piensen que dio muestra alguna de premura o contrición por el perjuicio causado. Ni lo mas mínimo. Con una pachorra realmente indecente se atrevió a asegurar que solo había faltado cinco minutos y tomó las de Villadiego sin muestra mayor de compunción. Ha pasado casi una semana y no he logrado aún quitarme la cara de imbécil que se me quedó. Es la misma que se le pone a todos los que, cada día, han de esperar pacientemente a que un camión o camioneta descargue paralizando la circulación de una calle. El fenómeno es tan escandalosamente frecuente en las vías del centro de la ciudad que los ciudadanos lo aceptan con la resignación de una penitencia justa. Y que nadie ose el presentar una queja verbal al transportista en cuestión, porque le responderá con natural desparpajo que el está trabajando, dando con ello a entender que lo que hacemos los demás es turismo. Esta generalizada cultura de la trasgresión es la que complica sobremanera cualquier intento de poner orden en la selva de asfalto. La que convierte en ineficaces las balizas y ojos de gato en los carriles bus o las prohibiciones de aparcamiento. A pesar de ello, el actual concejal Sigfrido Herráez no ceja en el empeño. Piensa duplicar en breve los espacios habilitados para la carga y descarga aumentando a un tiempo la vigilancia policial donde antes hacían la vista gorda. Quiere modificar la ordenanza y restringir los horarios de ese tipo de operaciones. Les aseguro que esto último constituye todo un reto. Hace más de quince años que Enrique Tierno hizo un intento similar que parecía de lo más razonable. Empresarios y sindicatos se echaron encima y la ordenanza durmió en un cajón de la alcaldía el sueño de los justos.

Aquí en el trafico no sólo hay indisciplina, sino también muchos intereses en juego. Por eso me da pena el concejal de Tráfico. Temo que se le quede la misma cara que a mí.

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