La excepción de Alicante
Los lectores de una famosa revista de viajes han elegido a Barcelona como la mejor ciudad internacional. Es una excelente elección, con la que muy pocas personas estarán en desacuerdo. Barcelona es una ciudad hermosa, que ejerce un indudable atractivo sobre el visitante. A esta gracia, creada pacientemente a lo largo de generaciones, debemos añadir los cambios experimentados en los últimos años, que han sido espectaculares. Como tantas otras poblaciones españolas, Barcelona se ha adaptado a los nuevos tiempos con un urbanismo de calidad y unas construcciones excelentes que la han llevado a convertirse, como ahora reconocen los lectores de esta revista, en una gran ciudad internacional.
Esta transformación de Barcelona la han vivido, igualmente, un buen número de ciudades de nuestro país, que han experimentado notables mejoras en su urbanismo y en sus construcciones. En algunos casos, el cambio ha sido espectacular, edificando edificios modernos, muy atrevidos, para lo que se ha contratado a arquitectos de prestigio. La presencia de estos técnicos -muy discutida, en ocasiones- ha tenido un acusado estímulo sobre estas ciudades. Viaja uno a Bilbao, a San Sebastián, Santiago, A Coruña o Valencia y encuentra en ellas el fermento de estas actuaciones que las han convertido hoy en ciudades modernas, orgullosas, vivas.
Alicante es una excepción a todo ello. Si se exceptúa la construcción de viviendas, una actividad a la que la ciudad se ha entregado con un frenesí desconcertante, el visitante no encontrará aquí ninguna construcción pública de importancia, ni actuaciones urbanísticas de relieve. Se edificó, sí, la sede de la OAMI a través de un concurso público de arquitectos. Pero, apenas construido el edificio, se levantaron a su alrededor algunos hoteles de dudoso gusto para ocultarlo a la vista. El efecto es curioso y retrata Alicante a la perfección. Cada vez que, en estos años pasados, se ha pretendido embellecer algún rincón de la ciudad, reformar alguna plaza, los resultados han sido invariablemente desastrosos. El catálogo de impericias sería inacabable. Sin embargo, nada de ello ha perturbado la tranquilidad de nuestros gobernantes, entregados a la tarea de convertir Alicante en una de las ciudades más desastradas de España.
Alcanzado -a mi entender- un punto sin posibilidad de retorno, a los alicantinos se nos brindan dos alternativas. Lamentarnos, imaginando la ciudad que no pudo ser, o sacar partido a estos desastres. Por mi parte, propongo aprovechar los inconvenientes que la situación comporta. El que seamos hoy una de las ciudades más torpes del país, puede reportar indudables beneficios para nuestro turismo, si se actúa con inteligencia. Una campaña publicitaria entre las más afamadas escuelas internacionales de arquitectura nos convertiría fácilmente en una ciudad de moda, visitada por arquitectos y urbanistas. Las escuelas enviarían hasta aquí a sus mejores alumnos para que aprendieran de un modo práctico cuanto no se debe hacer. En este aspecto, carecemos de competencia. Cualquiera de nuestros visitantes aprendería mucho de una visita a Alicante y se convertiría en nuestro mejor propagandista.
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