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Reportaje:

La Gran Vía, el escaparate más transparente

La Casa de la Panadería muestra la historia y la vida de la principal arteria madrileña, símbolo del siglo XX

Adivinanza: Antonio López pintó en silencio su asfalto acharolado. El sol la cruza de levante a poniente. Su base pesa. Su altura, flota en el cielo con grandes estatuas aladas. Bulliciosa y estadounidense, según unos; elegante y francesa, según otros. Hoteles, cines y rascacielos le dan vida y, como la vida, tiene tres tramos: subida, meseta y descenso. Muy madrileña ella. ¿Qué vía pública es?

La adivinanza la resuelve con informada soltura una exposición de 27 paneles, organizada por la Primera Tenencia de Alcaldía del Ayuntamiento en la Casa de la Panadería, sede de la cátedra Mesonero Romanos del Instituto de Estudios Madrileños. La muestra ha sido montada y coordinada por Clemente Barrena, historiador del Arte, de 42 años, del Museo de la Calcografía Nacional, con textos de María Zozaya y de José Miguel Medrano, más un vídeo de Gómez Reyna.

Desde los cimientos de mil solares, los alarifes, al frente de miles de obreros, trenzaron la trama viva de Madrid

Si hay escenarios que los madrileños asocian con su ciudad, uno de los principales es, con certeza, la Gran Vía. El mero enunciado de estas dos palabras evoca, para muchos, destellos semejantes a los de los escaparates de sus tiendas o a los llamativos colores y tonos que tintan las carteleras de sus cines que anuncian las películas más recientes.

La Gran Vía fue ideada por el arquitecto Carlos Velasco en el año 1886. Madrid apenas contaba entonces con 300.000 habitantes. Se trataba de un proyecto ambicioso, consistente en abrir una gran arteria en el tuétano mismo de un lóbrego y céntrico dédalo de callejuelas, sin luz ni ventilación y, en tan prieto abigarramiento, enlazar el Madrid crecido por el oeste con el ensanchado hacia el este. Tantos diretes causó aquella ambición empero que, para satirizarla, Federico Chueca compuso una zarzuela, precisamente La Gran Vía, estrenada en el teatro Felipe.

Velasco no logró su propósito y el proyecto fue arrumbado; pero en 1901 los arquitectos Andrés Octavio y José López Sallaberry, resucitaron la idea y la desarrollaron con fórmulas propias, aprobadas por el Gobierno en 1904. 358 fincas serían expropiadas; 35 vías públicas verían reformadas sus trazas; 14 calles tortuosas e infectas, desaparecerían del mapa, cuenta la exposición.

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En ceremonia oficial con 750 sillas para otros tantos invitados, el rey Alfonso XIII puso en marcha la construcción de la Gran Vía con un golpe de piqueta contra la denominada Casa del Cura, edificio ruinoso enclavado junto a la iglesia de San José, en el arranque de la calle de Alcalá. Sería aquélla la primera casa a derruir para abrir la nueva vía. Era el 4 de abril de 1910. La banda municipal interpretó El Dos de Mayo, música del principal alguacil enemigo del proyecto, Federico Chueca, a la postre alguacilado. Las obras fueron adjudicadas al magnate Martín Albert Silver, por 29 millones de pesetas de entonces. En 1922, pasarían a manos de Echevarría y Mauri.

A la construcción fueron convocados los mejores arquitectos de la ciudad: Secundino Zuazo, Pedro Muguruza, Antonio Palacios, Luis Gutiérrez Soto, Anasagasti, Martínez Feduchi, los hermanos Otamendi, Casto Fernández-Shaw, Eced, Ortiz de Villajos, Fernández Quintanilla, Osuna Fajardo... y algunos de los mejores alarifes parisienses, como los hermanos Jules y Raymond Fevrier, autores del edificio Fénix, sobre el que estuvo la cafetería Dólar, uno de los mejores esquinazos de la ciudad.

Desde los cimientos de cien solares, esos arquitectos, al frente de miles de obreros, trenzaron la trama viva de una ciudad e irguieron su escaparate humano, ciudadano y artístico más transparente; y ello a base de las principales recetas tectónicas y ornamentales del siglo, desde el historicismo hasta el racionalismo, el expresionismo o la abstracción,

Todo fue signado por una rara trabazón, la misma que hoy confiere a quienes pasean la Gran Vía la ilusión, visual y simbólica, de gozosa pertenencia a una entidad ciudadana, también cosmopolita. Es difícil admitir que la Gran Vía apenas mide 1.316 metros. Pero sus límites se rompen en una suerte de vuelo simbólico, como la Victoria alada de Federico Coullaut Valera encima del hoy edificio Metrópolis, bajo cuyos sus pies deslumbra una alegoría agrícola de Benlliure. En la Gran Vía tuvieron cabida las primeras joyerías, los grandes almacenes, los bares americanos, las terrazas, las sedes de grandes compañías... Y sobre todo, los mejores cines de Madrid, ventanas de movediza luz al mundo ensoñado del siglo XX.

Baile de nombres, milagrosa Red

Los tres tramos de la Gran Vía, sometidos a un incesante baile de nombres, fueron en principio tres avenidas: la del Conde de Peñalver, entre el arranque con la calle de Alcalá y la Red de San Luis, construida entre los años 1910 y 1917; le seguía el trecho conocido como avenida de Pi i Margall, quien fuera presidente de la Primera República, que discurría entre la Red y la plaza del Callao, construida entre los años 1917 y 1924; y la tercera avenida, entre Callao y la plaza de San Marcial, luego plaza de España, que fue llamada de Eduardo Dato. En 1937, el primer tramo pasó a llamarse avenida de Rusia, y el tercero, avenida de México. Unificadas en 1939, se les impuso el nombre de avenida de José Antonio, y a partir de 1980, ya Gran Vía. Junto a la Red de San Luis se yergue el edificio de Telefónica, durante seis meses el más alto del mundo, culminado por Cárdenas en 1928. Se decía que los suicidas que caían desde lo alto no morían nunca, al ser recogidos por la Red de San Luis. San Luis era el nombre de una iglesia construida en 1689 en la cercana calle de la Montera. La iglesia ardió en 1935. El enclave albergó hasta 1877 la Fuente de los Galápagos, cincelada por José Tomás; desplazada primero a la plaza de Santa Ana, fue trasladada a la glorieta de Nicaragua, en el Retiro, donde sigue arrojando agua por un caño del diámetro de 12 reales de vellón. Donde hubo la fuente, alzó Antonio Palacios un templete precioso, con marquesina y porche en abanico, más el acceso a un ascensor que por apenas unos céntimos bajaba hasta el metro. En 1970, el templete fue desmontado y llevado a Porriño, patria del arquitecto gallego.

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