Vigencia del cuento de la lechera
Leo que el Barça, esa 'multinacional de los sentimientos', según me lo definió el señor Gaspart, acaba de sellar un futuro dorado de dinero loco -30 millones de euros anuales (unos 5.000 millones de pesetas), casi el 20% del presupuesto del club- al asociarse a la Liga profesional de fútbol americana (NFL), a una firma comercial de prendas deportivas y a una multinacional de la publicidad. Entre todos parece que explotarán la marca Barça como si fuera una bebida refrescante o un chicle, pero sin tener que producir otra cosa que unas imágenes de unos tipos que dan patadas a un balón.
El Barça -malas lenguas dicen que anda mal de fondos, pero no lo parece- alcanza así una globalización concebida como el cuento de la lechera y que consiste en acumular intangible sobre intangible, espíritu sobre espíritu, imagen sobre imagen, propaganda sobre propaganda; en fin, nada sobre nada, y hacer con ello una enorme bola que, presuntamente, genera incomparables beneficios. Se desconoce si parte del plan consistirá en incitar al ejército de ingenuos del planeta a convertirse en socios virtuales del club, cosa a la que, desde hace años, viene dándole vueltas la dirección, con lo cual los paganos de la magna operación acabarían teniendo no sólo nombres y apellidos, sino cuenta corriente, que es lo que importa.
El socio virtual, verdadero proyecto / bicoca, es aquel que paga por mirar, por adherirse espiritualmente -sin que le importe pisar el campo, desde luego- y por el puro placer de decir que forma parte de la gran familia del Barça y expresar constantemente su emoción por ello. El socio virtual sería un verdadero fantasma si no consumiera -cash- toda clase de recuerdos, fetiches y tótemes relacionados con esa religión vergonzante en que se ha convertido el fútbol. Como he conocido a algunos de estos personajes -no olvidaré a aquel forofo de Laponia al que entrevisté por teléfono y me envió una foto suya con un casco de vikingo, con cuernos descomunales, decorado con los colores azulgrana o a aquel hincha africano que, hace ya años, quiso besarme sólo por el hecho de haber nacido yo en Barcelona- sé perfectamente lo que me digo.
Enhorabuena, pues. Hay que felicitar al Barça por haberse dado cuenta, con bastante habilidad por cierto, de que entre los 1.500 millones de asentados del planeta -es decir, los que disponen de un dinerillo para ir tirando- existen, quizá, cientos de miles de futuros forofos, socios virtuales, fundamentalistas del fútbol. A fin de cuentas otros y otras invierten todas las semanas sus ahorros en cuatro hojas de papel coloreadas de personajes famosos. Si la prensa del corazón convierte el humo en uno de los más boyantes negocios periodísticos multinacionales de este país, ¿por qué no iba a hacerlo un equipo de fútbol? Hay tanta desgracia en este mundo. De alguna forma hay que olvidarla, ¿no?
Porque vale la pena dejar claro que este tipo humano que es el hincha es feliz, a su manera, claro; el Barça, u otro parecido, le da lo único que necesita: ilusión. Es envidiable, desde luego, esa disposición que, además, ofrece al ilusionado un lugar donde colocar lealtades, fidelidades y esperanzas que sólo toman cuerpo en ese mundo virtual.
Este es el producto objeto de la transacción comercial en curso, aunque todo se base en un monumental cuento de la lechera globalizado cuya esperanza de vida nadie sabe prever. Especialmente ahora que cuentos de la lechera tan fabulosamente montados como los de las grandes seis auditoras -cuyos ingresos mundiales llegaron a igualar el PIB de Irlanda- van de baja. Pero no seré yo quien agüe la fiesta a nadie y, menos aún, me atreva a sugerir la posibilidad de un mundo feliz sin cuentos de la lechera en plena efervescencia. La gran bola de nieve sigue rodando.
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