Voces entre la selva
En las historias del tabaco suele contarse la anécdota del lord inglés que apostó con sus amigos de club que podía pesar el humo de un cigarro. Ganó la apuesta pesando el cigarro antes de fumarlo, y pesando después la colilla y la ceniza: la diferencia era el peso del humo. Se diría que con sus dos últimas novelas Nuria Amat se ha entregado a un experimento semejante. El País del Alma (1999) era la consumación de un estilo terso y como sonámbulo perfectamente adecuado a los mínimos de sentido de un destino de mujer de la burguesía catalana en una de esas edénicas modernidades que son la especialidad de las burguesías. En esta sorprendente Reina de América ese estilo es sometido a la prueba de fuego de una guerra real y actual, una guerra cooptada por el discurso periodístico. El inglés se vuelve Phileas Fogg, y sale de viaje a ganarle días al mundo. El peso de la diferencia debe computarse entre una mujer que compra sus recuerdos felices con la muerte y otra que sobrevive al precio de transformar la vida en un episodio.
REINA DE AMÉRICA
Nuria Amat. Seix Barral. Barcelona, 2002 240 páginas. 15,50 euros
Una joven española acompaña a un escritor-periodista colombiano a la selva, a hacer vida de náufragos sin isla; él huye de una de las condenas a muerte que parecen ubicuas en la guerra; huye, o va a buscarla: da lo mismo porque en lo que va de Europa a América el planeta ha girado y los rumbos se han confundido. El antecedente es un clásico colombiano, La vorágine, de José Eustasio Rivera, novela de fugas tan exacerbadas que el protagonista termina huyendo de su huida. Nuria Amat disloca el espacio y el tiempo de la selva y el relato, hace del escape un epifenómeno del regreso, tiende los círculos concéntricos de la aventura alrededor de la voz que la cuenta: La vorágine reescrita por Marguerite Duras.
El paradigma de la novela de
aventuras quiere que el hombre se enfrente solo, librado a sus propios recursos, a las fuerzas adversas de la naturaleza y la historia, en trópicos incomprensibles. Lo incomprensible hace necesaria la literatura, que crea sus propios patrones de sentido. Reina de América propone un cambio marginal pero decisivo: el hombre cree estar solo pero lo rodea una constelación de mujeres, negras, blancas, indias, tías, primas, vivas, muertas -entre ellas la mismísima Reina de América, que es una calavera que llevan en una cesta-. Y, como suele suceder, las mujeres terminan arreglándolo todo entre ellas, sobre el cadáver de este Kurz al que mata la curiosidad.
Una guerra la puede contar un estratega, sobre el mapa, y entonces se parece a una explicación; o la puede contar un soldado, desde el campo de batalla, y en ese caso el estruendo y los llantos obstruyen la comunicación. La seda de la prosa de Nuria Amat nos hace sospechar que existe un tercer modo, que es el de los mapas borgeanos del tamaño del territorio, es decir, del tamaño del lenguaje. Ni explicación ni lamentos; por lo demás, la guerra colombiana es demasiado complicada, tiene demasiados bandos, y aun cuando la ecuación se despeja hasta los dos términos más simples, víctimas y victimarios, nadie va a terminar de entenderla nunca (los que entiendan van a estar muertos). De todos modos, se necesita un sobreviviente para contarla, y ahí está la originalidad definitiva, y la última ironía de esta gran novela. La autora, a fuerza de estilo, se vuelve ella también sobreviviente, pero no para cobrar una vana apuesta, sino para dar respuesta a la carencia por la que una mujer se hace escritora: el 'cuarto propio'. Partió de viaje en su busca, y lo encontró en las mansiones verdes del Nuevo Mundo, en medio de una guerra real y actual. La escena del hallazgo, cuando los árboles de la selva se desplazan y abren un claro para la fiesta, es un tour de force wagneriano al que pocos novelistas se atreven: no una cita literaria (aunque tiene más de Macbeth que de García Márquez), sino la impávida confirmación de que esas cosas suceden, y se necesita tanto para poderlo escribir.
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